En esta mi bendita “clausura” del confinamiento, me trae el corazón a la memoria, junto a una multitud de gracias y gozos, alguna que otra adversidad del pasado. Y, meditando el famoso encuentro de los dos de Emaús con el “forastero” desconocido, tras el reproche - “necios y torpes para creer lo que dijeron los profetas”-, un interrogante me deja paralizado: “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto…?”. ¿Necesario?
¡Cuánta luz de repente, Dios mío! ¿El cúmulo de sufrimientos devastadores (la traición, el proceso injusto, la tortura, la cruz -pena capital reservada a los esclavos-…) era necesario? De las minucias mías ya ni hablaremos, claro, pues caigo en la cuenta ahora de la naturalidad con que he vivido yo aquellas penillas mías del pasado. Y la explicación es clara, ¡el Águila!: “Os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí”. Todo lo vivido no tenía otra finalidad que esa: “traerte a mí”, ¡la unión con Dios!
Y ahora el Águila se ha posado en alta montaña. Dicen que el águila dedica un tiempo a renovar su juventud, y lo hace en alta montaña. Toca, pues, aquí, rejuvenecer y ordenar el pensamiento. Inevitablemente, no cesa uno de mirar la devastación que el bichito ha provocado en pocos meses en nuestro mundo. Pienso en el mundo, pienso en el “Viejo Continente”, pienso en nuestra patria herida y probada en su misma entraña…
Todo me recuerda un famoso sermón de San Agustín del año 410. Cundía el pánico y la desazón entre su gente ante la noticia estremecedora de la caída del Imperio, un acontecimiento que “hizo temblar a los espíritus más fuertes del paganismo y de la cristiandad”. Aquel mundo antiguo moría de viejo. Se lo dice Agustín a sus fieles: “El mundo perece, el mundo envejece, el mundo se viene abajo y respira con dificultad a causa de su vejez: tos, pituita, oftalmia, congojas, fatiga (en su latín original esos males suenan más simpáticos). ¡Por necesidad, dice, tenían que multiplicarse los achaques!”.
(Años más tarde, Agustín llorará lágrimas amargas en su lecho de muerte sintiendo a las puertas de Hipona el asedio y la barbarie). Ahora le tocaba al Pastor alentar al rebaño: ¿Cómo afrontar aquella “vejez” que se les venía encima? Y responde con el salmo: “No temas; tu juventud se renovará como la del águila”. Roma no perece si no perecen los romanos. La tribulación será para nosotros lo que nosotros decidamos. Es fuego la tribulación, una prueba. Si somos oro, nos purificará; si somos paja, nos hará cenizas.
Le nace entonces a Agustín -el “águila de Hipona”- la idea de su gigantesca obra, la “Ciudad de Dios”: “Los hombres se definen por sus amores. Y lo mismo las sociedades”. Dos amores han hecho dos ciudades: el amor a Dios hasta el olvido de sí mismos, y el amor a sí mismos y al mundo, hasta el olvido y el desprecio de Dios. “Vea cada uno lo que ama, y descubrirá de dónde es ciudadano”. Y, para demostrar a qué cuidad pertenecían sus fieles, ante la llegada de prófugos huidos de Italia, les suplica el obispo: “Compadeceos de los que padecen, recibid a los flacos, que abunde vuestra hospitalidad y se multipliquen vuestras buenas obras”. Buen ejemplo, solidaridad, servicio, amistad, vecindad, atención al que sufre, justicia, amor a todos…
¿Serán estas las virtudes de nuestra “ciudadanía”? ¿Qué dice y decide nuestro mundo? ¿Qué decidimos nosotros? ¿Rejuveneceremos?
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