En el Antiguo Testamento se encuentra una doble postura frente a los bienes económicos y la riqueza. Por un lado, de aprecio a la disponibilidad de bienes materiales considerados necesarios para la vida: en ocasiones, la abundancia –pero no la riqueza o el lujo- es vista como una bendición de Dios. En la literatura sapiencial, la pobreza se describe como una consecuencia negativa del ocio y de la falta de laboriosidad (cf. Prov. 10,4). Pero también como un hecho natural (cf. Prov. 22,2). Por otro lado, los bienes económicos no son condenados en sí mismos, sino por su mal uso. La tradición profética estigmatiza las estafas, la usura, la explotación, las injusticias evidentes, especialmente con los más pobres.
Esta tradición, si bien considera un mal la pobreza de los oprimidos, de los débiles, de los indigentes, ve también en ella un símbolo de la situación del hombre delante de Dios; de Él proviene todo bien como un don que hay que administrar y compartir.
Quien reconoce su pobreza ante Dios, en cualquier situación que viva, es objeto de una atención particular por parte de Dios: cuando el pobre busca, el Señor responde; cuando grita, Él lo escucha. A los pobres se dirigen las promesas divinas: ellos serán los herederos de la alianza entre Dios y su pueblo.
La pobreza cuando es aceptada o buscada con espíritu religioso, predispone al reconocimiento y a la aceptación del orden natural; en esta perspectiva, el “rico” es aquel que pone su confianza en las cosas que posee más que en Dios y que confía sólo en su fuerza. La pobreza se eleva a valor moral cuando se manifiesta como humilde disposición y apertura a Dios. Estas actitudes hacen al hombre capaz de reconocer lo relativo de los bienes materiales y de tratarlos como dones divinos que hay que administrar y compartir, porque la propiedad originaria de todos los bienes pertenece a Dios.
Jesús asume toda la tradición del Antiguo Testamento también sobre los bienes económicos, sobre la riqueza y la pobreza, confiriéndole una definitiva claridad y plenitud. Él infundiendo su Espíritu y cambiando los corazones, instaura el “Reino de Dios”, que hace posible una nueva convivencia en la justicia, en la fraternidad, en la solidaridad y en el compartir. Liberado del mal y reincorporado en la comunión con Dios, todo hombre puede continuar la obra de Jesús con la ayuda del Espíritu: hacer justicia a los pobres, liberar a los oprimidos, consolar a los afligidos, buscar activamente un nuevo orden social, en el que se ofrezcan soluciones adecuadas a la pobreza material.
A la luz de la Revelación, la actividad económica ha de considerarse y ejercerse como una respuesta agradecida a la vocación que Dios reserva a cada hombre. Éste ha sido colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, usándolo según unos límites bien precisos, con el compromiso de perfeccionarlo.
La actividad económica y el progreso material deben ponerse al servicio del hombre y de la sociedad.
La fe en Jesucristo permite una comprensión correcta del desarrollo social, en el contexto de un humanismo integral y solidario. (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, II, 7, nn. 323-327)
Rafael Serrano Molina
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