Estoy gratamente sorprendido por el elevado número y por la notable calidad de los comentarios que he recibido sobre el artículo del sábado pasado titulado “La hora de los mayores”. “Y es que -me dice Juan- nosotros, lo viejos, leemos más que los jóvenes”. Confieso, sin embargo, que lo que más me ha llamado la atención ha sido la coincidencia de varios lectores al señalar que el hecho que “más nos duele” es la soledad. Éste ha sido el asunto sobre el que hemos conversado en nuestra última reunión semanal.
Hemos llegado a la conclusión de que, aunque es cierto que los dolores del cuerpo, los sufrimientos del alma y los procesos de las enfermedades y de la muerte los sentimos de forma personal e intransferible, también es verdad que la compañía de seres comprensivos nos alivia de una manera importante. La mirada atenta, la palabra amable y hasta el silencio respetuoso nos proporcionan unas inestimables energías para mantener un estado de ánimo imprescindible para sobrevivir. Pero, si prestamos atención a la experiencia de acompañar, fácilmente podemos llegar a la conclusión de que es el acompañante quien sale más beneficiado. Vivimos en una sociedad de complejidad creciente donde demasiadas personas ancianas se sienten solas, aisladas o confundidas entre la muchedumbre. Algunas se distancian de quienes las rodean porque se creen marginadas y deciden cortar los hilos que las vinculan al entorno sufriendo un desamparo -dice Paco- “similar al de las ratas abandonadas por su madre”.
Todos sabemos que no podemos vivir sin comida saludable, sin agua limpia o sin aire puro, pero reflexionamos escasamente sobre la necesidad de compañía y sobre los prejuicios que produce la soledad. La medicina actual reconoce que las dolencias orgánicas por las que muchos de los pacientes acuden a los hospitales y a los ambulatorios tienen su origen en el alma, en el espíritu o en la mente. La ansiedad que genera la soledad -en el fondo, “un mal de amor”, según Manolo- puede provocar un debilitamiento progresivo del sistema inmunitario porque genera una tendencia a la indolencia y a la atonía, a la alimentación defectuosa y al abandono del cuidado personal. Los psicólogos explican cómo el equilibrio de las emociones exige contactos humanos, relaciones sociales satisfactorias, gestos amables, miradas cómplices y palabras amistosas. A las personas que se sienten abandonadas les cuesta dormir y, generalmente, descansan menos durante el sueño que quienes gozan de compañía, sus heridas tardan más en cicatrizar, sus resfriados se hacen crónicos y hasta puede generar la demencia.
Estoy convencido -concluye solemnemente Juan- de que el beneficio es mutuo y, también, el agradecimiento, ese sentimiento impagable que favorece la autoestima, fortalece las conexiones neuronales, estimula las emociones, incrementa la cohesión social, enriquece nuestros valores éticos y vigoriza el sistema inmunitario. En resumen, necesitamos acompañar para sentirnos acompañados.
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