Es casi un lugar común asociar el nombre del compositor Ennio Morricone con la idea de una música espiritual, sagrada, que acaricia lo místico. Su propia condición de hombre católico, por un lado, y sus bandas sonoras para las series televisivas sobre Juan XXIII y Juan Pablo II, así como otros encargos de la Iglesia, y especialmente del papa Francisco, apuntalan esa idea. Pero es la propia naturaleza de su música, que bebe de forma natural de la tradición de la música sacra, la que facilita la asociación. Y muy especialmente en una de sus obras más célebres, la banda sonora para La Misión, de Roland Joffé, donde los conflictos relacionados con el mundo de la fe forman parte del relato y toman cuerpo en la emocionante música que lo acompaña.
Pero la relación del arte de Morricone con lo sagrado va mucho más allá de las asociaciones obvias. El primero que lo detectó fue Luciano Salce, el primer director de cine que le brindó una oportunidad ‘oficial’, tras una temporada de aprendizaje en la que Ennio realizó trabajos como ‘negro’ de otros compositores. Salce le dijo que lo veía como «un autor sagrado y místico», pero la aparente alabanza venía acompañada de una amarga noticia: «Por eso no puedes trabajar conmigo: yo soy cómico». Una noticia así, en el mismo inicio de su carrera como compositor de cine, hubiera desmoralizado a otro, pero no a nuestro hombre.
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