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sábado, 22 de agosto de 2020

Cuando la vida se vuelve conversación. Por María Hernández Martínez

 


Papá se hace viejo. 

Ambos necesitamos ponernos a salvo del tiempo. Dejamos que la vida tome forma de conversación y nos asomamos a un recuerdo que se ensancha un poco hasta volverse memoria de dos.

«Tengo muchas historias que contar». Últimamente, esta frase acompaña cada paseo y vino que compartimos. No lo dice porque sea un hombre que haya corrido mucho mundo, tampoco lo envuelve un tono ostentoso ni aleccionador al pronunciarlo. Papá sencillamente se hace viejo y sabe muy bien que hace algunas décadas cruzó los cincuenta, esa especie de ecuador inexacto de la esperanza de vida que suponen las estadísticas y que es garantía de nada.Siempre he escuchado con atención, pero ahora estos ratos están teñidos de un interés y una paciencia especial por mi parte. Me bullen las preguntas y con frecuencia me sorprendo repitiendo mentalmente algún dato de los que me confía. Otras, dudo directamente de mi capacidad de retener y me escabullo para tomar nota. Aunque es inevitable, pensar que esos pequeños accidentes y contingencias pudieran caer en el olvido produce cierto desasosiego. Tal vez sea porque, en el fondo, ambos necesitamos ponernos a salvo del tiempo. Dejamos, así, que la vida tome forma de conversación y nos asomamos a un recuerdo que, al ser acogido, se ensancha un poco hasta volverse memoria de dos.

«El mayor muchas veces cuenta historias con la inconsciente necesidad de no perderse, de llevar consigo su vida. Y eso solo se consigue contándolo –asegura Higinio Marín-. Esa vida experimentada tiene muchas de las dimensiones de la existencia y tienen particular valor precisamente para aquellos que no han tenido ese cúmulo de vivencias. Además, contar historias y escucharlas introduce un vínculo afectivo, un vínculo cognitivo entre las generaciones que hace que nuestro mundo se amplíe y se expanda».

Cuando habla, despierta realidades que están hoy en un estado de hibernación permanente, recupera palabras que necesitan paréntesis: gamellón, moyuelo, gavilla… Al nombrar la parva, los gamones, la mies o el cándalo, resignifica el campo y descubre el telón de una cotidianidad inexistente. Dibuja planos que flotan con sus descripciones hasta posarse torpemente en mi imaginación y vuelve a habitar estancias que debieron llenarse de olores desconocidos y gestos familiares.

Es probable que vagas radiografías de aquellos contextos puedan consultarse en archivos, manuales y algún rincón detrás de las pantallas. Pero en estos días tan recostados en la técnica, se antojan algo distantes y vacías. Y, aunque un puñado de libros puedan narrarlo de forma magistral, no remplazan la fractura en la transmisión de la experiencia. Sobre todo porque, más que consultar, se trata de hacer nuestra parte de la trayectoria vital de los vínculos que nos constituyen. Y porque nada atraviesa y cala como la oralidad de una voz presente que recoge muchos instantes y se rasga al intentar sostenerlos.

Contar historias y escucharlas introduce un vínculo afectivo, un vínculo cognitivo entre las generaciones que hace que nuestro mundo se amplíe y se expandaHiginio Marín, filósofo

En mitad de esa escucha, empieza a dolerle a uno la pérdida irrecuperable de saberes valiosos, más si cabe si atañen a un escenario común. Aunque de forma diluida, ¿quién puede ofrecer ya la riqueza de conocer la tierra y la dependencia dócil que esta imprime? ¿Dónde encontrar comprensión a las parábolas, si no es en la mirada que tuvo esas mismas imágenes al alcance? Él entiende de senderos insospechados y de respuestas invariables, pues las exigencias más profundas que tejen al hombre son constantes, ajenas a cualquiera de los aclamados avances y progresos. Es ahí cuando brota un tiempo de doble dirección, más humano y articulado. En ese compartir, vejez y juventud se vuelven presente y enriquecen el momento que une a las dos.

Dan densidad y, de algún modo, también agitan, ya que hacen más evidente que la vida pasa. Dice Andrea Köhler que, desde que la técnica posibilita accesibilidad y conexión continuas, las despedidas son menos despedidas y la mera idea de que algún día faltaremos casi se ha perdido. Sin embargo, él es rescate ante este delirio. Hay un memento mori si le cuesta agacharse, cuando volvemos a la foto de su último año de escuela y contamos las caras que han desaparecido o cada vez que al pasar por los portones cerrados repasa nombres en voz muy baja: «Martina, Ángel, Jesús, León, Conce, Andrés». ¿Quién guardaría aquellos nombres? No nosotros, desde luego. Otro sí. Menos mal porque, ¿qué podríamos atesorar con todo el porcentaje de realidad que se nos escapa? Tan penetrados por el tiempo como estamos, ¿acaso se nos permite conservar algo?

La pregunta –que es puro anhelo escrito en los más hondos adentros- nos ha ido alejando del aflictivo empeño por rescatarlo todo hasta volverse alivio, pues, como apunta Romano Guardini, «de la sensación de lo pasajero de las cosas se deriva también algo positivo en sí mismo, la conciencia cada vez más clara de lo que no pasa, de lo eterno». Pero ese querer situarnos en lo esencial y permanente del ahora requiere -como diría Fabrice Hadjadj las manos de la memoria y de la espera. 

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