El bautismo de Jesús nos remite a nuestro propio bautismo. El bautizado queda injertado en la vida de Dios, renace a una vida nueva. Por el agua y el Espíritu Santo hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios en su Hijo Jesús, y cada uno escuchamos también: “Este es mi hijo”. Somos, en efecto, familia de los hijos de Dios en el hogar de la madre Iglesia, porque el hombre no puede tener a Dios como Padre si no tiene también a la Iglesia como madre, como decían los antiguos pensadores cristianos. De este modo rezamos el Padre Nuestro dirigiendo a Dios nuestra oración, pero como hermanos injertados en un pueblo de hermanos y hermanas que quieren hacer del mundo una comunidad fraterna (cf. Papa Francisco, Fratelli Tutti).
Bautizar es una palabra griega que significa “sumergir”. Bautizarse es sumergirse en la muerte de Jesús, para resucitar con Él a una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de Dios. ¡Qué inmenso regalo es nuestro bautismo, ser cristianos, pertenecer a la Iglesia, familia de los hijos de Dios! No obstante, esto exige de nosotros una gran tarea, una cooperación libre con la gracia de Dios que nos procura una acción divina eficaz. Acoger el bautismo conlleva el compromiso de vivir con fidelidad y alegría el don que hemos recibido, progresando cada día en su amistad y actuando en la misión a la que el Señor nos llama.
El ritual del bautismo interroga al candidato al comienzo del rito sobre qué espera del bautismo. El responde: “la vida eterna”. Pero ¿qué es la vida eterna? Eterna no hace referencia simplemente a una vida que no se termine nunca, sino a una vida distinta a la recibida de sus padres. Se espera recibir una verdadera vida. Después hay un segundo diálogo en el que se renuncia primeramente al estilo de vida de muerte, que huye de la realidad buscando una felicidad falsa (no al mal, a la mentira, el fraude, la injusticia y al desprecio del prójimo, etc.), para afirmar a continuación la confesión de fe en un Dios que es Padre Creador; al Hijo y a la Iglesia que nos ofrece la misma vida de Dios mediante su Espíritu. Quien recibe el bautismo ha de ser un hombre nuevo, un hombre de Dios, y, por lo tanto, vivir como Jesús vivió, entregarse como Él se entregó, servir como él sirvió, amar como él amó. “Los que han sido incorporados a Cristo por el Bautismo, se han revestido de Cristo” (Gálatas 3, 27). Por el Bautismo, el hombre viejo, el hombre pecador, cautivo del egoísmo, de la pereza, del odio, de la violencia, de la soberbia, del orgullo… debe morir, para dar lugar al hombre nuevo, el hombre de Dios, llamado a vivir como Jesús, en el amor, el perdón, la verdad, la justicia y la paz.
Muchos desconocen hoy el valor del bautismo, les parece algo irrelevante o inútil. Si somos adultos tenemos el encargo del Señor de dar testimonio de nuestra fe, vivir en el seno de la Iglesia, revitalizar nuestras comunidades y parroquias haciéndolas acogedoras y abiertas al encuentro con los alejados y necesitados, hasta hacer de ellas lugares de referencia en nuestros barrios y ciudades. Los niños necesitan, además, padres y padrinos que, en el entorno de la comunidad eclesial, les ayuden a crecer en el conocimiento y amistad con Dios, a entablar una amistad viva con Jesús, a dar testimonio del evangelio en su vida, a vivir su misión. ¡Qué importante en vivir con rigor la iniciación cristiana para descubrir la importancia de la fe y cómo ser discípulo de Jesús! Es la gran responsabilidad que Dios ha puesto en nuestras manos y de la que no podemos desertar. El Señor nos ha hecho renacer a la vida eterna por el agua y el Espíritu Santo, y nos bendice para que siempre y en todo lugar seamos miembros vivos de su pueblo. Respondamos cada día renovando nuestro “sí” a la gracia que hemos recibido de Dios y vivamos con alegría el camino de la fe en el que Jesús ejerce sobre nosotros la acción liberadora del amor de Dios, que nos hace salir de nuestro egoísmo, de estar replegados sobre nosotros mismos, para conducirnos a una vida plena, en comunión con Dios y abierta a los demás. “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16).
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