“Hagamos el elogio de las personas de bien… Hay quienes no dejaron recuerdo, y acabaron al acabar su vida, fueron como si no hubieran sido… No así las personas de bien, su esperanza no se acabó; sus bienes perduran en su descendencia… Su recuerdo dura por siempre, su caridad no se olvidará” (Eclesiástico, 44, 9-13).
El año pasado, sexto aniversario de la partida de Sor María Inés, recordábamos la afirmación llena de cariño y admiración del obispo emérito de Huelva, Don Ignacio: “Padre Manolo, no olvide que tiene usted una hermana santa; no lo dice el Papa, pero lo digo yo que soy obispo”.
Este año recordamos lo que escribe otro obispo, este de la familia, agustino, Nicolás Castellanos: “Me quedo enamorado de María Inés por ser tan radicalmente divina y tan entrañablemente humana. María Inés, como Teresa de Lisieux, nos tira rosas desde el cielo. No puedo menos de agradecer al Señor el DON que ha sido María Inés en la tierra y ahora en el cielo. Nos sentimos alentados por su testimonio y presencia, al vernos tan pequeños e insignificantes”.
Para celebrar el séptimo aniversario de María Inés (27 de junio), nos asomamos hoy a uno de los puntos más sensibles de su corazón y su personalidad: el amor de Madre, la Virgen, la fuente del amor, el Amor que es Dios, “Dios Amor”.
1.- Dos poemas de María Inés lo dicen casi todo:
“Canta al Amor”
“Jesús, quiero pasar la vida amando…
Mi cara sonriente debe decir a los demás, a todos los que me rodean, que ¡existe algo maravilloso…! capaz de crear esperanza, de hacer brotar la alegría y surgir el gozo… de pasar la vida cantando al “Amor”.
Cantar. Cuando el dolor se hace presente; cantar cuando la oscuridad se hace noche, cantar al atardecer, al ocaso, cantar, cuando a tu alrededor no entiendas lo que sucede…
Cantar, cuando el desaliento acampe en tu alma, cantar cuando no comprendas nada (y tal vez a alguien). Sí, cantar, cantar…
Cuando amanece, cuando aparece el sol, cuando brillan las estrellas, cuando la luna se hace presente y aclara la noche, cuando la gente comparte tu cantar, escucha tu alegría, se hace eco de tu voz, exulta con tu gozo… y te pide también cantar….
¿Pero qué cantas, pequeño corazón? Pequeño corazón ¿qué cantas? ¿Cómo puede oírse tu melodía si es tan pequeña tu flauta?
Pequeña, sí, muy pequeña, pero hay Alguien que pone los dedos sobre ella y agranda el sonido…y el viento lo lleva adonde quiere…
Sí, porque sale de un corazón pequeño, débil, pero lleno, rebosante de amor a su Dueño… No te canses… “Canta al Amor” ...Y deja que los demás te pregunten: ¿Pero qué cantas? ¿Adónde van tus melodías, que el viento no cesa pregonar? Respóndeme: ¿Qué cantas?
Mi canto es la “Vida”, mi canto es el “Amor”, mi canto es la “Esperanza”, mi canto es la “Alegría”, mi canto es “Fuego”. ¿Qué más quieres? ¿No comprendes? Mi canto es Él... Él es quien canta en mi corazón. Es Él, es Dios, ¡DIOS!”
El otro poema se titula: “Madre”
“Soñé, había soñado encontrar la belleza.
La busqué entre las flores. Sí, la margarita era sencilla; la amapola, alegre; la violeta, humilde… Pero algo me faltaba. Tenía que seguir buscando. No me cansé, seguí, seguí en mi empeño.
Me lancé por los caminos, subí montañas, en una de ellas me encontré con una cascada que a borbotones derrochaba agua clara, transparente. Sí, sentí alegría; seguí su recorrido y vi que iba a parar a un riachuelo que mecía sus aguas tranquilas. ¿Qué sentí ahora? Paz, una paz profunda, inmensa.
Mas todavía no estaba satisfecha. Me senté al borde del camino y me quedé dormida por el cansancio. Una alondra me despertó con su canto, no dejaba de cantar; su Voz se me antojaba una plegaria; su melodía, una alabanza. ¡Qué suavidad embargaba mi alma!
Pero no, no, no era eso todo, quedaba algo aún por descubrir. Cuando hubo ya amanecido del todo, me encontré que en el cielo había aparecido el sol: fulgurante, esplendoroso… las estrellas silenciosas se habían retirado para dejarle paso… ¡Era tan majestuoso! Enseguida empecé a notar su calor, que penetraba por todas las fibras de mi ser. En ese momento hubiera querido ser un rayo, para peguntarle al oído si sabía algo de lo que buscaba… ¡Estaba tan cerca del cielo! Pero no lo hice, seguí esperando.
Apoyé mi cabeza sobre un árbol y miré de nuevo el camino. De repente, apareció un peregrino. Iba descalzo. Era anciano. En sus ojos cansados se leía la serenidad. Me miró, y, entre sus arrugas, se dibujó una sonrisa. Me impresionó, pero no me atreví a preguntarle nada.
Por fin, me decidí a seguir caminando. Llegué a un pueblecito pequeño. Lo primero que vi fue unas campanas en una torrecilla que presidía desde lo alto a todos sus habitantes. Era gente sencilla, campesinos, la mayoría. Estaba casi desierto. Un muñeco de trapo al que faltaban las piernas, al borde de una acera. Más allá, un abuelo tomando el sol. Y, en una de las puertas de la plaza, una señora que tarareaba una canción con un niño entre sus brazos. Lo estrechaba contra su corazón. Me estremecí por dentro. El corazón latía con más fuerza. “¿Quién?”, le pregunté. - “Soy su Madre” ….
¡“MADRE”! Había dado con la palabra mágica de todos mis sueños: “MADRE”. Encontré la belleza. Sí, la belleza es el Amor. Lo pronuncié muy despacio: MA-DRE. ¡Qué dulce sonido! MADRE: energía, donación, dulzura, serenidad, sencillez, alegría… ¿No era eso todo lo que había encontrado anteriormente? Sí, pero ahora todo estaba reflejado en una palabra: “MADRE”. ¡Había encontrado el amor! ¿Qué podía ahora faltarme?
Y Ella fue la primera que me lo enseñó; de sus labios aprendí entre balbuceos: No, todavía no soy el amor. Soy una participación del TODO. El amor es Dios, “Dios es Amor”.
2.- Su amor a María era lo que más le emocionaba
Como escribe una connovicia suya, “desde pequeña, María Inés, cuando fue consciente del valor tan inmenso del amor de una madre, eligió a María como madre, no sólo del cielo sino también de la tierra. A Ella recurría continuamente, tanto en el gozo como en el dolor. Era su apoyo, su refugio, su fortaleza…Ha sabido mantener a lo largo de toda su vida esa relación tan bonita que no solo la vivió para sí, sino que la compartió con quienes vivíamos cerca de ella…. Su vida fue reflejo de lo que su corazón anhelaba: pureza y transparencia: ser como María para que los que compartíamos su vida pudiéramos verla reflejada en ella. ¡Y qué bien ha sabido hacerlo! ¡Cuánto dolor en silencio! Sin quejas, sin rebeldías, siempre amando y aceptando lo que Dios le mandaba cada día. Para los que la visitaban, siempre había una sonrisa”.
Y una íntima amiga de la adolescencia: “Su amor a María era lo que más la emocionaba. Era su mamá querida y se acogía en sus brazos siempre. Cantaba con todas sus fuerzas y todo su corazón aquello de “Quiero madre en tus brazos queridos/como niño pequeño dormir…”. Si la mirabas, estaba distinta. Estaba en otro lugar. Cuando cantábamos esta canción ella era otra. No lo sé explicar. La Salve Regina…. Todo lo relacionado con la Virgen era lo que más feliz la hacía”.
Cuando María Inés pensaba en la Virgen, le brotaba la vena poética:
“Eres la Madre por excelencia, el modelo de la maternidad y, por tanto, del amor… Déjame hoy que te diga mil locuras: Tú eres la estrella en mi camino, la brisa en mis horas de fuego, el aliento de mi vida cuando parece que desfallezco. Eres la nieve que blanquea mi alma, la flor perfumada que, exhalando tu pureza, me embriagas y me haces remontar más allá de mis torpezas. Eres la victoria de todas mis luchas, la respuesta a mis dudas, el consuelo de mis horas tristes, el anhelo de mi corazón cuando parece que todo va a perderse, el agua clara que limpia mi alma y me habla de tu transparencia…, mi luz en la noche. Eres la fuerza en mi flaqueza, eres la Virgen por excelencia, la Inmaculada, la amable, prudente, sencilla, la fiel, la causa de nuestra alegría… Eres ¿qué más? ERES LA MADRE. ¿Y qué más se puede decir que este dulce nombre? (De su Diario íntimo, 8 de septiembre 1985. Natividad de Nuestra Señora).
3.- “En mi colegio y delante de una imagen de la Virgen...”
De su descubrimiento de Dios Amor y su consagración a la Virgen Madre escribió la propia María Inés en el testimonio que envió, -enero de 1992-, a los jóvenes de Portugal reunidos en retiro:
“Los Padres Agustinos de Portugal me han pedido que os cuente mi experiencia. No me importa hacerlo; pero yo más bien diría que tendría que ser Jesús, el que la cuente en mí, ya que Él se ha encargado desde siempre de escribir, borrar, tachar y plasmar lo que le ha parecido, siendo - aun a pesar mío muchas veces-, el protagonista de mi vida.
Desde pequeña, gracias a la presencia de mi padre, aprendí una única realidad que quedó profundamente grabada en mi alma: "Dios es el jefe, el que manda, el único que sabe, aunque no lo entendamos, lo que nos conviene a cada cual". (Son palabras textuales de mi padre).
Por eso, cuando fui consciente de mi primera realidad dolorosa, la falta de mi madre, que yo había perdido a los dos meses, no me pasó por la cabeza ni por lo más remoto, quejarme de mi "suerte". Sólo lloraba y sufría en silencio.
Pero fue precisamente en mi colegio y delante de una imagen de la Virgen donde me di cuenta de que no estaba sola, que yo también tenía una madre. Era Ella, María; y recuerdo que, con toda mi ingenuidad de niña, cogí una plumilla y con la sangre de mis venas (un pinchazo de alfiler) le escribí a María con toda la seriedad de que fui capaz, una carta de hija. En ella le pedía lo que más deseaba en esos momentos: que me diera un corazón limpio y que pudiera algún día ser toda de Jesús; me refería a consagrarme a Él, concretamente a ser agustina. Se conoce que me escuchó y que San Agustín no se desdeñó de tomarme por hija; me siento orgullosa por ello.
Entonces ¿qué es lo que el Señor ha ido haciendo conmigo? Lo decía al principio. Encontrándome demasiado débil, demasiado pequeña para poder gobernar el timón de mi vida, se encargó Él de tomar mi barca entre sus manos y hacerse el dueño de ella.
Me ha llevado por donde ha querido, pero no precisamente por parajes de rosas; el dolor se ha hecho presente en todas las etapas de mi vida. Yo lo aceptaba: venía de Él, y era su voluntad.
Pero algo de repente hizo cambiar mi suerte. Mi padre fue a Fátima, y allí recibió una gracia de la Virgen que él consideró siempre como el mayor tesoro de su vida. Se volvió jovial, alegre; su corazón se hizo transparente como el de un niño. A mí me comunicó esta gracia, y me hizo participar de ella. Y yo también cambié.
Dios Amor, se convirtió en el Único Ideal de mi vida. Ya no le veía sólo como el Dueño, como el jefe, como el que manda, sino que además era mi amigo, mi mejor y más íntimo amigo. Y le encontraba más cercano a mí que yo a mí misma, le veía en todas partes, dentro y fuera de mi corazón, en las personas que vivían conmigo y lejos de mí, en la calle, en tiendas y en las plazas y, muchas veces, me sorprendía, con ganas de gritarle por todas los tejados y rincones. Fue una explosión de gozo que estalló en mi corazón, y que yo no había experimentado hasta entonces. Todo me gritaba su amor... y yo me repetía muchas veces a manera de cantinela: "He conocido el Amor de Dios y he creído en El".
Este amor de María Inés a la Virgen, reflejo del Amor, en los últimos años, se fue plasmando sensiblemente en una imagen y un lugar: Fátima. En su celda de Huelva, donde, encamada, pasó tantos años de su enfermedad, el reloj de pared, cantaba las horas con la sintonía del Ave de Fátima.
Era su sueño poder viajar algún día a aquel Santuario. “Querida Madre: Me encantaría poder ir algún día a verte allí, a Fátima, donde tantos favores has hecho a los “míos”. Y me gustaría poder hablarte en ese Santuario para abrirte mi alma con todo lo que hay en ella… Tú lo sabes todo; yo no entiendo nada. Pero basta con que tú me ayudes a cumplir la Voluntad de tu Hijo Jesús. Yo no quiero pedirte nada para mí. Solo deseo una cosa: Que me regales cada día TU PAZ y que me enseñes a AMAR. No te pido que me pongas buena, sino que me hagas “buena”, humilde, sencilla y alegre.
¡Y el sueño de María Inés se cumplió! Esta fue la crónica:
4.- Un viaje inolvidable.
El fin de semana 6-8 de noviembre de 2009 sor María Inés viajaba a Fátima acompañada de tres hermanas agustinas de su comunidad de Huelva y nosotros, sus tres hermanos de sangre. Ella, con hábito blanco, como una novicia feliz, con sus dos “monjas de la guarda” iba en un triunfal coche-cama familiar, conducido por un matrimonio entrañable, fiel amigo y bienhechor de las monjas, y la compañía y la fiesta de sus dos hijos pequeños. El resto de la comitiva viajaba detrás. ¡O delante, porque de todo hubo!
“Habéis visto cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído hacia mí” (Ex 19,4). Lo vimos, sí Señor. No fue un viaje, fue un vuelo. Para tomar tierra en un mundo donde el silencio habla fuertemente de Dios y la presencia de la Madre del Cielo es sensible, manifiesta, palpable. ¡Cuánta paz! ¡Cuánta fe! ¡Cuánto bienestar interior! ¡Qué clima tan sencillo de oración y penitencia! ¡Cuánta inocencia en los niños que, en la basílica, postrados ante el Santísimo como enseñó el ángel de Portugal, “creen, adoran, esperan y aman por los que no creen, no adoran, no esperan y no aman”!
Todos pendientes de sor María Inés, a quien ni el frío ni el viento ni la lluvia conseguían arredrar. ¡Menudas son las monjas para estas cosas! Los hermanos nos encargábamos de la silla de ruedas y marcábamos los trayectos. Y cuando el dolorcillo asomaba, la camilla iba detrás. Todo a pedir de boca. A media mañana ya estábamos plantados a los mismos pies de la Virgen. ¡Y, además, dentro, en el recinto más íntimo de la Capilla de las Apariciones, donde sólo se entra para caminar de rodillas y cumplir promesas! Allí nos quedamos tiempo y tiempo, en silencio. María Inés llevaba tantos “encargos”, que optó por concentrarlo todo en un rosario. Algunas señoras que pasaban arrodilladas, al verla en su camilla, le besaban la mano. ¡Cómo son de buenas esas gentes de Portugal!
Las dos comunidades agustinas de Huelva y Talavera nos acompañaban por Internet. El Santuario de Fátima está siempre conectado. ¡Y conectado el Santuario, conectadas todas ellas! Es una de las cosas que más me han emocionado siempre: la honda fraternidad de las Hermanas, la fuerza del amor sobrenatural, también en la distancia. Y creo que fue lo que más alegró también el corazón de la Virgen: ver fortalecida entre nosotros, entre las Hermanas, la presencia viva de su Hijo. En la misa de la tarde Él, Jesús, ofreciéndose, volvió a confiar su Madre a cada uno: “¡Ahí tienes a tu Madre!”.
El mensaje de la Madre de Fátima cae siempre como un rocío que empapa el alma hasta los tuétanos, y convierte. Y ante la pregunta tan humana sobre el sentido del dolor (¿cómo no pensarla sabiendo el sufrimiento de María Inés?), la Virgen nos habló, como a los pastorcillos, del pecado de los hombres, de la conversión y los desagravios. “Los limpios de corazón verán a Dios”, reza el frontispicio de la explanada. Ahí Dios purifica la mirada del corazón, y eleva. Y sólo desde esta elevación se ve y se trabaja por la salvación del mundo. Las benditas monjas viajaron hasta Los Valinhos, y María Inés se sentó en la cama donde murió el pastorcillo Francisco. ¡No hay quien sujete a estas Hermanas! Misa de despedida ante el icono del Corazón Inmaculado de María.
¿Y la llegada a Huelva? Faltó sólo la TVE. ¡Aplausos de fiesta a las 11 de la noche en la puerta del convento! La comunidad en pleno recibiendo a los peregrinos. María Inés era otra persona. Está claro. La fuerza de Fátima es un punto de apoyo desde donde se puede mover el mundo. Ya lo dijo Arquímedes.
Hoy, con el corazón de María Inés, abrazamos a nuestras Hermanas Agustinas de las dos comunidades, Talavera y Huelva, y nos encomendamos a sus oraciones y sus bendiciones.
Amamos, admiramos y agradecemos en ellas su retiro y su silencio, el testimonio de su vida en común, su trabajo y su apostolado, sus colegios, sobre todo, sus colegiales, las familias, esa multitud de niños y niñas que reciben cada día el cariño, los desvelos, el ejemplo, la educación y la sabiduría de sus “maestras”.
“Estoy convencida, escribía la maestrilla María Inés, de que los niños, -y, por tanto, también quienes nos hagamos como ellos-, son los que mejor entienden el lenguaje del amor. Ellos no miran nada, ni analizan nada, sólo se lanzan al vacío y se dejan llevar…”
Gracias, María Inés.
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