MI MENSAJE AL INICIO DE LA SEMANA SANTA.
Ha terminado la cuaresma, tiempo de conversión interior y de penitencia, y ha llegado el momento de conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ahora empieza la Semana Santa, llamada “Semana Mayor” o “Semana Grande”, por la importancia que tiene para los cristianos el celebrar el misterio de la Redención de Cristo, quien por su infinita misericordia y amor al hombre, decide libremente tomar nuestro lugar, morir por nosotros, y redimirnos de nuestros pecados. Tenemos la oportunidad de vivir en profundidad los eventos centrales de la Redención, de revivir el misterio pascual, el gran misterio de la fe.
Después de la entrada triunfal en Jerusalén, asistiremos a la institución de la Eucaristía, oraremos junto al Señor en el Huerto de los Olivos y le acompañaremos por el doloroso camino que termina en la Cruz. Contemplaremos también a María —una Madre desconsolada pero que sigue confiando en Dios—, que al pie de la Cruz, le da su “sí” al cumplimiento de la voluntad de Dios.
Este es el momento para hacer un alto en camino cotidiano, contemplar detenidamente el misterio pascual y vivirlo con recogimiento interior, con una actitud activa, es decir, con el corazón dispuesto a volver a Dios y el ánimo de lograr un verdadero dolor de nuestros pecados y un sincero propósito de enmienda para corresponder a todas las gracias obtenidas por Jesucristo.
La Semana Santa no pretende tanto simple recuerdo de un hecho histórico, aunque sea tan importante como el de la muerte y Resurrección del Señor, sino que aspira a introducirnos en la contemplación del amor de Dios que permite el sacrificio de su Hijo, en el dolor de Jesús crucificado, en la esperanza de reconocer a Cristo que vuelve a la vida y nos trae el júbilo de su Resurrección.
Todos los contratiempos que se nos presentan en la vida, —comenzando por el dolor de la pandemia pasada, las calumnias, disgustos, problemas familiares, dificultades económicas, y los conflictos y guerras del mundo que tanto nos hieren— nos ayudan a identificarnos con el sufrimiento del Señor en la pasión, y a aprender su lección de perdón, paciencia, comprensión y generosidad con el prójimo, tan costoso a veces.
La Resurrección del Señor nos abre las puertas a la vida eterna, su triunfo sobre la muerte es la victoria definitiva sobre el pecado. Resucitar en Cristo es volver a las fuentes de nuestro bautismo y salir de las tinieblas del pecado para vivir reconciliarnos con Dios en la gracia divina que nos otorgan la penitencia y los sacramentos. Es recuperar la dignidad de los hijos de Dios que Cristo nos alcanzó con la Resurrección.
Contemplemos el misterio pascual agradeciendo a Dios su amor infinito por nosotros haciendo propósitos para vivir como verdaderos cristianos. La pasión, muerte y resurrección adquieren un sentido nuevo, profundo y trascendente, que nos llevará a gozar de la presencia de Cristo resucitado por toda la eternidad. Se entiende, por todo ello, que el domingo de Resurrección sea la celebración más importante de todo el año litúrgico. En la Vigilia Pascual, se canta la Secuencia, una antigua oración que dice: «Lucharon vida y muerte, en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta”.
Ojalá vivamos intensamente estos días inminentes para que orienten decididamente la vida de cada uno a una adhesión más generosa y convencida a Cristo, muerto y resucitado por nosotros, para ser cada vez más profundamente insertados en el Misterio de Cristo, fuente de vida nueva y eterna. Que Él nos conceda su luz en medio de las oscuridades y luces de nuestro tiempo, para caminar fortalecidos con ánimo alegre hacia la gloria futura.
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