Le doy gracias a Dios porque hoy podemos dejar que salga hacia fuera la alegría de la fe, la alegría de la vida cristiana, la presencia de Dios en nosotros. Le pedimos vivir hondamente la fe para que podamos mantenernos con esperanza; y que, de esa esperanza, brote el consuelo de Dios y el gozo que está incluso por encima de las contrariedades y de los contratiempos de la vida, que –no hay que decirlo, porque lo sabemos todos– son grandes. En ciertos momentos, en cada momento de la historia, en este momento nuestro son muy acuciantes, no solamente en lo que se refiere a la economía, al trabajo, que ya es bastante gravoso, sino todo lo que arrastra detrás, todo lo que está en su origen y todas sus consecuencias, porque tenemos que mirar a nuestro alrededor y ver no solamente la pobreza o el empobrecimiento material de la falta de trabajo, de alimentos; vemos también el empobrecimiento de tantas personas, ahogadas en su propia existencia, sin horizonte para vivir, sin esperanza; a tantos jóvenes desconcertados, desorientados, narcotizados, como si para vivir la vida tuvieran precisamente que salir de ella, que hacerse inconsciencia ante ella, que no pensar en ella.
Afortunadamente, el Señor nos ayuda a vivir en Él el mayor de todos los realismos. La primera condición de la vida cristiana es el realismo. La fe no nos saca de la existencia, como algunos han llegado a pensar, ni nos priva de estar en la vida. Por el contrario, nos lleva a la vida, nos pone en la existencia, empezando por alabar, adorar y bendecir a Dios, que precisamente para acercarse a nosotros y para mostrarnos el camino de la vida se ha hecho hombre, ha asumido la existencia, nos ha enseñado a vivir, sin evitar ninguno de los sufrimientos humanos, ni de los dolores, ni de la soledad, ni de la posible dificultad, sino más bien al contrario, para iluminarlo todo con su presencia y hacernos partícipes de la alegría pascual.
Los santos, por eso, dirigen su mirada a Cristo. Viven bien y nos enseñan a vivir, porque han aceptado en su propia vida el camino de Cristo. Viven a la espera de la venida del Señor. El Señor ya ha venido a nosotros. Por eso somos cristianos, le conocemos, le amamos, estamos incorporados a la vida de la Iglesia por la iniciación cristiana, el Bautismo, la Eucaristía, la Confirmación, y esperamos la venida del Señor, que ya está con nosotros, que viene cada día -lo palpamos en nuestra vida, en la oración, los sacramentos…-, pero que vendrá al final de nuestra vida.
El Evangelio de estos días, en torno a imágenes del campo (la vid, los sarmientos…), contrarresta la supuesta “suficiencia” de las ciudades. Hoy en muchas circunstancias hablamos de paciencia, que siempre entendemos que tenemos que recomendarla cuando nos va mal la vida. Pero la paciencia es más amplia que todo eso. Tener paciencia es saber esperar, como el labrador que espera el fruto de la tierra y no sabe qué va a pasar, que está siempre pendiente del cielo o de la lluvia, que no sabe si va a venir a tiempo o si se va a estropear o si va a haber sequía… Es decir, está confiando en Dios, en su providencia… esto hoy es muy importante. Hemos logrado hacerlo todo con un botón, con un clic; incluso con el botón de un teléfono, a cientos de kilómetros de distancia, podemos encender la calefacción de una casa. El hombre del campo, por el contrario, sabe que es limitado, ¡el de la ciudad también, pero no se acuerda! El del campo sabe que tiene que mirar al cielo, tiene que pedir a Dios. ¿Qué necesaria es la virtud de la paciencia! Tenemos que mantenernos firmes en las dificultades. Y nuestra seguridad está en que Dios no nos deja nunca.
Esto no es el cielo ni lo será nunca. Es el camino del cielo y una proximidad del cielo muy grande, sobre todo si vivimos en el amor de Dios, porque el Señor nos hace vivir unidos en un amor que nos ayuda a vivir la vida. Pero caminamos al encuentro del Señor. Es muy importante esa consideración. El hombre actual, con mucha facilidad, olvida este camino hacia Dios, y olvida el gozo y la felicidad pensando encontrar esa felicidad en las cosas de la tierra ¡No está aquí, está en Dios! Cuando se olvida de eso piensa que el mundo le debe dar todo, que aquí debe ser tan feliz y tan colmado, que no es necesario que espere nada; incluso abusa del otro y piensa ya que no hay que esperar nada, «y ahora, como somos felices…». Entonces es cuando caen en el equívoco de una vida que da de sí lo que da de sí. El creyente descubre que no se puede vivir sin amar, que no se puede vivir sin esfuerzo y colaboración, porque Dios nos ha hecho libres, capaces de colaborar voluntariamente en las cosas que vemos convenientes para nosotros o necesarias. Las cosas no vienen automáticamente; porque se nos dé todo, no podemos exigirlo todo. Y esa conciencia de la propia vida es, como decía antes, un realismo; pero un realismo que lo aprendemos no solamente a la hora de vivir –porque podemos vivir ciegos, como muchos, equivocándose en sus caminos–, sino que el Señor, iluminando nuestra conciencia con la fe, siguiéndole a Él o a nuestros santos, nos hace compartir la verdad de la vida.
Éste es el momento en el que vivimos –otros han tenido otras características–. En el nuestro se dice por todas partes que vivimos atacados por un fuerte relativismo, que quiere decir que no hay ni un bien definido, ni un mal definido, que cada uno puede de alguna forma comportarse como quiera; porque, al fin y al cabo, todo es neutral, todo es neutro, hasta la persona humana en sus características más elementales. Efectivamente, en esa indefinición relativista es muy difícil buscar el bien y hacer el bien. El hombre que se fía de Dios se da cuenta de que la verdad tiene su sitio y que el hombre no puede prescindir de la verdad. Vivir en la verdad no es ningún tipo de fundamentalismo, sino que es entrar en ese realismo de la vida, y situarse, y pedir entonces lo que más necesitamos, que es la ayuda de Dios.
Es muy importante saber que Dios, en las situaciones difíciles, cuenta con nosotros, que Dios es compasivo y misericordioso. Y precisamente una de las cosas para que cuenta con nosotros es, primero, para que no caigamos en desesperación; y segundo, para que esa compasión y esa misericordia de Dios seamos capaces de vivirla en la caridad cristiana y extenderla a los demás. Cáritas está haciendo una gran labor, un gran servicio, que es eso que en la Iglesia llamamos siempre la «comunicación cristiana de bienes». En realidad son más bien bienes materiales, que son de los que hay más carencia y necesidad, pero toda nuestra vida cristiana es comunicación del bien de la vida, del bien del amor, de la misericordia y de la compasión que podemos compartir, de la fe que vivimos. Por eso, los padres estáis interesados en que vuestros hijos vivan, aprendan a vivir la fe, es decir, amando a Cristo, unidos a Nuestro Señor, sabiendo que la Virgen les protege, y viviendo con piedad una vida volcada en Dios, que ilumina la existencia y saca de nosotros lo mejor.
“Su gozo es la ley del Señor” (Sal 1,2.) Para eso vale rezar. Porque la ley no nos la impone nadie. Nosotros con esa conciencia, con esa comunión con Dios, nos damos cuenta de ese realismo del que hablaba antes, que el Señor nos pone ante la vida y nos muestra que puede ser un camino de salvación o un camino de perdición, que podemos ayudar a los demás o vivir en un egoísmo salvaje, atroz, y no solamente nos hacemos mal a nosotros, sino que perjudicamos a toda la sociedad. Posiblemente mucho de la crisis tremenda en que vivimos hoy está originada en un egoísmo pernicioso, donde cada uno ha buscado únicamente su propio aprovechamiento.
Qué momento tan bonito para escuchar a Cristo en el Evangelio, y hacer nuestra oración con sus mismas palabras. «Nosotros queremos ser, Señor, el sarmiento unido a la Vid, nosotros sabemos que tenemos que estar unidos a ti, nosotros queremos dar fruto, pero ese fruto viene de ti, y por eso tenemos que estar arraigados en ti». Y cuando Jesús dice: Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos, permaneced en mí para dar fruto abundante (cf. Jn 15, 5-6), todos pensamos de alguna forma que estamos en Dios. Pero no nos equivoquemos. Podemos estar, aunque nosotros nos lo creamos, cercanos anímicamente, sentimentalmente al Señor, pero muy alejados en la práctica de la vida cristiana, en el saborear sus preceptos para vivir con realismo nuestra vida.
Aprovechemos el Tiempo Pascual para dejarnos injertar de nuevo en la verdadera Vid que es Cristo y así poder dar fruto de obras verdaderamente cristianas, obras de caridad y bien, de justicia y reconciliación.
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