Escucha: Mi Mensaje Semanal de Cope. Todos los Santos y Fieles Difuntos.
La Solemnidad de Todos los Santos, seguida de la Conmemoración de los Fieles Difuntos, nos invita a mirar a lo alto, a pensar en nuestro destino y en Dios, algo especialmente urgente en estos tiempos de pandemia del coronavirus. La enfermedad, el dolor y la muerte reclaman respuestas ciertas y una gran necesidad de consolarnos y consolar. En estas circunstancias se pone a prueba nuestra fe ¿es un consuelo simbólico para dulcificar un poco la realidad, o, por el contrario, nos indica sencillamente la verdad… la sobria y desnuda verdad?
Para recibir un consuelo auténtico necesitamos abrirnos a la verdad cabal. La seriedad de la muerte, la realidad del dolor, exigen verdades como respuesta. La verdad de la fe es esperanzadora porque nos manifiesta lo que viene de Dios, no las distintas opiniones humanas o de las ideologías. Comprobamos, además, que si la fe nos alcanza nos ayuda a vivir, a luchar, a gestionar el dolor, y que el mismo sufrimiento se configura como un catalizador de la fe. Cuando los apoyos humanos se desvanecen, no nos queda sino mirar a Dios. Él nunca nos rechaza; nos responde y acompaña, y nos ayuda a integrar las cosas acompañándonos con su amor cercano en esta peregrinación.
El día de Todos los Santos es una Solemnidad en la que celebramos la gloria y el honor de todos aquellos que ya contemplan –y para siempre, eternamente— el rostro de Dios y se regocijan plenamente en esta visión. Hemos sido creados para vivir eternamente. Dios nos llama a gozar para siempre de su amor infinito, superando el dolor de esta vida y la muerte. En este día miramos a aquellos que ya poseen la gloria eterna e interceden por nosotros. La santidad, en efecto, es un camino que todos estamos llamados a seguir, siguiendo el ejemplo de estos hermanos mayores que son como modelos de vida, porque han aceptado dejarse encontrar por Jesús, en quien han puesto con confianza sus deseos, sus debilidades y también sus sufrimientos. Los Santos son los hijos de Dios que han alcanzado la meta de la salvación y viven en la eternidad esa condición de bienaventuranza de la que habla Jesús en el Evangelio (Mt 5, 1-12). Los Santos, que viven con Dios, también nos acompañan en el camino de la imitación de Jesús, que es la piedra angular en la construcción del Reino de Dios.
Creemos en la Comunión de los Santos. Esto quiere decir que compartimos las cosas santas, igual que hacemos con los bienes terrenales, especialmente el don de la Eucaristía que nos permite anticipar esa vida del cielo, una relación íntima con Dios propia de sus hijos, los santos. Eso nos ayuda a transformar aquí nuestra vida.
Con esta disposición oramos también por los difuntos. En estos días acudimos a los cementerios y mantenemos viva la tradición de rezar por los seres queridos que ya no están entre nosotros. Hemos gozado de unas relaciones de familia y de amistad y visitamos los lugares en que reposan sus restos para expresar nuestro recuerdo y nuestro afecto, para mantener viva de alguna manera la relación con ellos, un diálogo que la muerte no ha sido capaz de romper, para conservar una misteriosa pero real comunión de vida y amor. Nuestra vida es una peregrinación que comienza en el nacimiento, que dura toda la existencia, y que acaba en el momento de la muerte, que es el paso a la casa del Padre. Con la muerte se concluye la etapa aquí en la tierra, pero se abre una nueva fase, más allá del tiempo, en la comunión plena con Dios y con los hermanos. Ofrezcamos, pues, nuestra oración en favor de todos los que han muerto en este mundo, para que puedan gozar de la presencia de Dios, purificados de sus pecados. Cristo nos sale al encuentro y nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).
Recordemos que desde el bautismo estamos llamados a la santidad. No tengamos miedo de la santidad, de apuntar alto, de dejarnos amar y purificar por Dios, no tengamos miedo a dejarnos guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios. La santidad no es patrimonio de algunos pocos privilegiados. Es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos. La vida humana no termina con la muerte, sino que se abre a la luminosa vida eterna con Dios. Pidamos que nos guíe por el camino del consuelo en medio del dolor, de forma que, si el sufrimiento crece, la fe lo haga aún más. Vivamos la vida y todas sus dificultades con esta esperanza que nos enseña Jesús, entregándonos, haciendo el bien a todos, con la mirada puesta en el feliz término de nuestra peregrinación: el amor infinito de Dios que nos ama.
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