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domingo, 12 de julio de 2020

El compositor Anton Bruckner, «trovador de Dios», un regalo a la humanidad del espíritu benedictino


Hay música que hace mucho bien y otra que hace mucho daño. Así se pronunciaba Aristóteles al respecto en su Política: “La música incita de alguna manera a la virtud, en lo que ella es capaz; como la gimnasia proporciona al cuerpo ciertas cualidades, también la música infunde ciertas cualidades al carácter, acostumbrándolo a querer recrearse rectamente”.
Música y ética tienen mucho en común para el autor de la Ética a Nicómaco: “Y como resulta que la música es una de las cosas agradables y que la virtud consiste en gozar, amar y odiar de modo correcto, es evidente que nada debe aprenderse tanto y a nada debe habituarse tanto como a juzgar con rectitud y gozarse en las buenas disposiciones morales y en las acciones honrosas. Y, en los ritmos y en las melodías, se dan imitaciones muy perfectas de la verdadera naturaleza de la ira y de la mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones morales (y es evidente por los hechos: cambiamos el estado de ánimo al escuchar tales acordes), y la costumbre de experimentar dolor y gozo en semejantes imitaciones está próxima a nuestra manera de sentir en presencia de la verdad de esos sentimientos”.
La música y el amor divino
El espíritu benedictino original estaba bien familiarizado con lo mejor de la filosofía griega, aunque no con la de Aristóteles, que entra en juego dentro de la teología sólo más tarde, gracias a San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino.
Los monjes traductores de los clásicos grecolatinos, tan infatigablemente consagrados a su tarea, construyeron los cimientos de la civilización occidental cristiana en los tiempos del declive del imperio romano, siguiendo una regla que privilegiaba la rectitud y la virtud, tan caras al pensamiento y la conducta peripatéticos, pero en un sentido aún más encumbrado: existían en oración trabajando para Dios, edificando su reino en la tierra.
No es casual entonces que los benedictinos fueran y sean entonces, hasta hoy, cultores del canto gregoriano, amantes de la música que hace el mayor bien.
La virtud sin arte, sin la belleza de la palabra que de por sí contiene la verdad revelada, sin la música de los coros angélicos, tan presente en las Escrituras, en el libro de Josué, los Salmos, el luminosamente mariano evangelio de Lucas y el Apocalipsis, entre otros, sin la representación icónica de lo divino en las imágenes, hasta donde al hombre le es posible, sin la sonoridad de la poesía, corre el riesgo de ser fría, indiferente, hasta dejar incluso de ser virtud, perdiendo autenticidad y poder de convicción.
Por algo la música ha sido siempre asociada al amor divino, no solamente en palabras dichas por varios compositores como BachMozartBeethoven y Schubert, entre otros, amor que expresaron en sus obras religiosas.
Anton Bruckner, un espíritu benedictino
En el siglo XIX vivió, creció y murió en el espíritu benedictino el músico que quizá adoptó la más consecuente de las actitudes respecto a este espíritu entre todos los grandes compositores, Anton Bruckner (1824-1896).

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