El trabajo es un derecho fundamental y
un bien para el hombre: un bien útil, digno de él, porque es idóneo para expresar y acrecentar la dignidad humana. La
Iglesia enseña el valor del trabajo no sólo
porque es siempre personal, sino también
por el carácter de necesidad. El trabajo es
necesario para formar y mantener una
familia, adquirir el derecho a la propiedad
y contribuir al bien común de la familia
humana. La consideración de las implicaciones morales que la cuestión del trabajo
comporta en la vida social, lleva a la Iglesia a indicar la desocupación como una
verdadera «calamidad social», sobre todo
en relación con las jóvenes generaciones.
El trabajo es un bien de todos, que debe estar disponible para todos aquellos
capaces de él. La «plena ocupación» es,
por tanto, un objetivo obligado para todo
ordenamiento económico orientado a la
justicia y al bien común. Una sociedad
donde las medidas de política económica
no permitan a los trabajadores alcanzar
niveles satisfactorios de ocupación, «no
puede conseguir su legitimación ética ni
la justa paz social». Una función importante y, por ello, una responsabilidad específica y grave, tienen en este ámbito las
personas e instituciones capaces de orientar a nivel nacional e internacional, la política del trabajo y de la economía.
La capacidad propulsora de una sociedad orientada hacia el bien común y proyectada hacia el futuro se mide también, y
sobre todo, a partir de las perspectivas de
trabajo que puede ofrece. El alto índice
de desempleo, la presencia de sistemas de instrucción obsoletos y la persistencia de
dificultades para acceder a la formación y
al mercado de trabajo constituyen para
muchos, sobre todo jóvenes, un grave
obstáculo en el camino de la realización
humana y profesional. Quien está desempleado o subempleado padece, en efecto,
las consecuencias profundamente negativas, que esta condición produce en la personalidad y corre el riesgo de quedar al
margen de la sociedad y convertirse en
víctima de la exclusión social. Además de
los jóvenes, este drama afecta, por lo ge-
neral, a las mujeres, a los trabajadores
menos especializados, a los minusválidos,
a los inmigrantes, a los ex-reclusos, a los
analfabetos, personas todas que encuentran mayores dificultades en la búsqueda
de una colocación en el mundo del trabajo.
La conservación del empleo depende cada vez más de las capacidades profesionales. El sistema de instrucción y de educación no debe descuidar la formación
humana y técnica, necesaria para desarrollar con provecho las tareas requeridas.
Actualmente, cuando se está tramitando
en el Congreso de los Diputados un proyecto de Ley de Educación [Ley Orgánica
de Modificación de la LOE (LOMLOE)],
la séptima Ley Educativa en los últimos
40 años, debería prestarse una muy especial atención al aspecto de la formación
humana y técnica, para mejorar la capacitación profesional en orden a una mayor y
mejor integración laboral de nuestros jóvenes. Tengo la intención de abordar próximamente en un artículo un análisis en
profundidad de este proyecto de Ley de
Educación.
Los problemas de la ocupación reclaman las responsabilidades del Estado, al
cual compete el deber de promover políticas que activen el empleo, es decir, que
favorezcan la creación de oportunidades
de trabajo en el territorio nacional, incentivando para ello el mundo productivo. El
deber del Estado no consiste tanto en asegurar directamente el derecho al trabajo
de todos los ciudadanos, constriñendo
toda la vida económica y sofocando la
libre iniciativa de las personas, cuanto
sobre todo en «secundar la actividad de
las empresas, creando condiciones que
aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis». Estas
palabras de San Juan Pablo II en su Encíclica “Centésimus annus” de 1991, pare-
cen dichas sobre la situación presente,
amenazada por la crisis económica provocada por la pandemia del COVID-19.
(Compendio de Doctrina Social de la
Iglesia. II, c.6 287-291)
16/07/2020
Rafael Serrano Molina
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