Oxford Street es hoy la calle comercial más concurrida de Londres, donde se asientan grandes almacenes como el célebre Selfridges. Hasta finales del XVIII, por esa vía transitaban los carros abiertos que llevaban a los reos rumbo a las horcas conocidas como el Árbol de Tyburn, sitas donde hoy se levanta el Marble Arch.
Las ejecuciones constituían un espectáculo multitudinario. La plebe llevaban meriendas y si el ahorcado era un bandido muy conocido hasta se concedían unas horas libres para que todo el mundo pudiese disfrutar de la cita. Los condenados que se mostraban serenos o desafiantes recibían el aplauso del vulgo que se arremolinaba a su paso en los márgenes de lo que hoy es Oxford Street. A los que temblaban o lloriqueaban los abucheaban y les arrojaban una lluvia de desperdicios.
Hoy nos parece casi inimaginable que algo así ocurriese hace no demasiado tiempo en una metrópoli europea de la importancia de Londres (la última ejecución se llevó a cabo hace 239 años). Lo que por entonces les parecía lo más natural, ahora lo vemos como una salvajada, porque el péndulo moral varía con el tiempo. Del mismo modo que nos parecen una barbaridad inaudita los sacrificios humanos que eran comunes en la América prehispánica. O sin viajar tan atrás, consideramos inaceptable la esclavitud, o la segregación racial, que todavía existía en partes de Estados Unidos a mediados del siglo XX.
Estoy convencido de que con el debate del aborto sucederá algo similar. En el futuro se asombrarán de que hubiese una etapa en la historia de la humanidad donde se aceptaba matar al nasciturus, y hasta se promovía desde algunas ideologías políticas. De hecho, el movimiento provida está creciendo en el mundo, capitaneado por Hungría, Polonia, algunos estados norteamericanos y la doctrina de la Iglesia Católica a favor de la vida y la dignidad humana en todos sus términos.
Pero en realidad el aborto no es una cuestión religiosa, ni política. Quien vea una ecografía con el nivel de detalle que hoy ofrecen, o una filmación de lo que es realmente un aborto, nunca puede concluir que eso está bien, pues lo que se observa claramente es que se está eliminando a una criatura humana. Nadie con la conciencia en su sitio lo considerará aceptable, por eso los proabortistas alejan el debate de su estricta realidad enmascarándola tras una hojarasca dialéctica sobre supuestos «derechos».
Gallardo, el vicepresidente de Castilla y León, de Vox, ha propuesto que se ofrezca a las mujeres que sopesan abortar la oportunidad de escuchar el latido del embrión y ver una ecografía en 4-D del mismo. En Hungría, la Ley de Protección de la Vida Fetal ordena que todas las mujeres escuchen el latido antes de abortar. En varios estados de EE. UU. se han aprobado normas que prohíben el aborto una vez que se puede escuchar el corazón del feto. La propuesta de Gallardo no impone nada, simplemente quiere que esté a disposición de las embarazadas la opción informativa de escuchar el latido y ver la ecografía del nasciturus, si así lo desean.
La propuesta ha suscitado una reacción histérica de la izquierda española (con un Gobierno muy necesitado de cortinas de humo ante la polvareda por su reforma del Código Penal al servicio de los separatistas, la vergüenza de docenas de violadores saliendo a la calle por su torpeza legislativa y el oprobio de una secretaria de Estado haciendo chistes al respecto). La inefable Yolanda Díaz ha llegado a decir que la iniciativa del latido pone en jaque nuestra democracia y critica que se ataquen los «derechos reproductivos de las mujeres» (torpe expresión, pues un aborto nunca es un hecho reproductivo, sino exactamente todo lo contrario). Las ministras del PSOE se han expresado en similares términos, incluida una contrita Nadia Calviño.
¿Por qué se produce tan desaforada reacción? Pues porque la propuesta es moralmente demoledora: es imposible escuchar el latido del feto y defender racionalmente que matarlo es algo estupendo, como viene a decir nuestra izquierda con su delirante enfoque de este debate.
La polémica muestra también que en el PP conviven dos sensibilidades. Mientras Almeida explica la iniciativa como razonable y Ayuso se suma a la causa contra el aborto anunciando un «teléfono a favor de la vida»; en Ferraz –uy, perdonen el lapsus linguae, quiero decir en Génova–, temblor de piernas y desautorización de la idea del latido y la ecografía. Caen así en la trampa de la izquierda de convertir en un asunto político algo que es de puro sentido común: no matarás. Hay principios con los que no se debería chalanear por un puñado de votos.
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