A excepción probablemente de quienes estaban muy cercanos a él, la dimisión en 2013 de Benedicto XVI sorprendió a muchos. Dentro y fuera del Vaticano. El hecho dio origen a todo tipo de especulaciones, apaciguadas con el paso del tiempo. Pero este papa será recordado a la postre, no solo por dejar el cargo antes de cumplir su tiempo, sino por otros dos aspectos importantes que merece la pena recordar aquí.
De una parte, de cara al interior de la Iglesia, por la necesidad de interpretar el Concilio Vaticano II y sus conclusiones dentro de lo que el propio Ratzinger definió, con términos de carácter teológico, como hermenéutica de la continuidad. De otra, hacia fuera, es decir hacia el resto del mundo, por la defensa de la razón y de la compatibilidad entre ella y la fe.
El Papa emérito, que vivió intensamente la preparación y el desarrollo del citado Concilio, tuvo importantes responsabilidades en la Iglesia en los años que le siguieron, hasta culminar en el puesto más alto de la misma, el de sucesor de San Pedro en el ejercicio del Papado. Desde muy temprano fue consciente de los cambios que se estaban produciendo y de los ataques, a veces un tanto gratuitos, a la tradición moral, litúrgica y doctrinal de la Iglesia. Frente a esto, Benedicto XVI, digno continuador de la obra de su predecesor, San Juan Pablo II, intentó que la puesta en práctica del Concilio no supusiese una ruptura sino, como este quiso, una comprensión comprometida con las angustias y esperanzas del hombre de hoy, con un lenguaje adaptado a él, desde la tradición viva que la Iglesia debía siempre preservar. Sin embargo, los tiempos del posconcilio, más allá de indudables frutos de fecundidad, supusieron un fuerte descalabro para el Catolicismo, con una apostasía cada vez más extendida entre sus numerosos fieles, un abandono a gran escala del sacerdocio y, en última instancia, un rechazo desde la cultura occidental de la visión del hombre de la fe cristiana. Desafortunadamente, la iniciativa del papa emérito no tuvo la fuerza que debiera haber logrado, lo que no impidió generarle numerosos enemigos, incluso en su propio país de origen.
A pesar de este resultado, Ratzinger fue admirado desde el primer momento por su finura y claridad intelectual (a este respecto su obra es ingente), por su incansable diálogo con el mundo secular (científicos, políticos y pensadores muy especialmente), y por haber puesto el dedo en la llaga de uno de los problemas de mayor alcance de nuestro tiempo: la crisis de la razón, sobre la cual, en buena medida, había querido cimentarse la Modernidad y, aliada a la ciencia, ser la base de nuestro tiempo. De ahí, como ya hiciera su predecesor y amigo San Juan Pablo, sus avisos acerca de los peligros que encerraban la dictadura del relativismo resultante y el nihilismo, cuyos devastadores efectos vemos cada día en todos los ámbitos, si bien afectando muy especialmente al plano moral.
Benedicto se ha ido consumiendo, apagando lentamente, sin perder esa lucidez proverbial que le caracteriza. A pesar de su aspecto aparentemente frío, como parece corresponder a un hombre proveniente de Centro Europa, participaba de una exquisita sensibilidad y no solo para la música, su gran amor, sino para el encuentro con los sencillos, los niños, los jóvenes y los necesitados de toda índole. Lejos, pues, de ser un papa distante, inmerso en su Olimpo de las ideas, ha sido un hombre tímido, prudente, paciente, pero también muy cercano a los demás.
Muchos hemos mirado frecuentemente en los últimos años hacia su residencia vaticana de Mater Ecclesiae, donde se había recluido casi desde que abandonó la basílica de San Pedro, esperando algún guiño, algunas palabras que explicasen, como él acostumbraba a hacer, el sentido del giro que se está produciendo en la Iglesia. ¿Qué pensará de esto Benedicto XVI? No ha habido una respuesta del tipo de la que hubiéramos deseado, pero, eso sí, no han faltado algunos breves escritos suyos, algunas someras frases de él en momentos concretos, siempre desde un cuidadoso respeto hacia el actual papa, tan distinto en su carácter y formas a él, y a su labor. Con Ratzinger, afortunadamente, no se ha producido una ruptura de la unidad de la Iglesia.
En cualquier caso, Benedicto XVI supone un eslabón esencial en una cadena de papas de primera categoría que, desde el siglo pasado, viene recorriendo la historia de la Iglesia católica, dejando en ella unas huellas indelebles. Su espíritu de oración, sobre todo en estos últimos tiempos, junto a su magisterio, se ha convertido en un apoyo necesario para la Iglesia, ahora en el presente y para los años venideros.
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