Estos últimos días parece haberse dignificado algo la política gracias a unos tipos de Castilla y León, pues por fin se está hablando de algo verdaderamente importante, eso es, del latido fetal, del futuro del mundo, y no de la última ocurrencia de los promotores de la Agenda 2030, ya sea la ley de mascotas o los juguetes sexistas.
Pareciera que a algunos les va a dar un infarto por tener que escuchar cómo el corazón de un ser humano todavía no nacido bombea sangre. Se atreven a hablar de violencia política, de medida agresiva o de ataque a la libertad (hace ya demasiado tiempo mal entendida por culpa de los liberales).
Muy acertadamente un amigo me hablaba de las campañas de la DGT, que de dulces no tienen nada. A uno le dejan el corazón helado, sin pulsaciones, y así es cómo advierte del peligro de conducir con cuatro copas de más o mientras se contesta un WhatsApp. En menos de lo que dura una sístole y una diástole esa imprudencia puede acabar con la vida de una familia entera. Ante semejantes irresponsabilidades no hay medias tintas, sólo queda exponer la realidad con toda su dureza.
Pero claro, si de lo que hablamos es de un bebé, y de escuchar cómo su corazón tiene vida propia antes de que lo trituren, entonces ya no es mostrar una realidad dura y cruel, eso es un ataque en toda regla. Y tiene sentido, es normal que quieran ocultar esa carnicería en el rincón más oscuro. Es una realidad que conviene tener escondida, no vaya a desmoronarse todo lo que el Maligno ha construido con tanto afán. Comenzando por el lenguaje –primera capa de maquillaje–, pues pretenden convertir un asesinato en una interrupción voluntaria.
El aborto es la pieza clave que permite seguir viviendo la vida sin consecuencias, sin responsabilidades. El seguro último para que el sexo pueda darse sin ataduras, la vía de escape para cuando todo lo demás falla. Si el aborto se prohíbe, se desmonta todo, y entonces uno tendrá que responder ante los actos y las decisiones que tome.
No tendría que haber demasiado debate sobre el tema pero, abandonada la realidad de las cosas, y cuando solo importan la voluntad y el deseo, una cuestión tan natural como querer que una madre escuche el latido del corazón de su hijo divide al mundo entre gallardos y gallinas.
Los gallardos van a lo suyo, preocupados por el bebé, no por lo que puedan pensar de ellos ni por las consecuencias que ese preocuparse por el indefenso les pueda acarrear.
Los gallinas, bajo un aura de intelectualidad, pretenden hacerse perdonar no se sabe muy bien qué, y del mismo modo que Pilatos –seguramente era un liberal de derechas y algo conservador– se lavan las manos diciendo que existe un punto medio, donde está la virtud, que no es sino tibieza, y atacan a los gallardos, porque en el fondo les recuerdan su mediocridad y su equidistancia entre el bien y el mal. Se creen los guardianes de la civilización y las buenas maneras. Nada más lejos de la realidad. Son portavoces de la barbarie. Saben perfectamente qué es un aborto pero, la horchata que corre por sus vena, les impide afirmarlo con la misma firmeza con que proclaman a los cuatro vientos que son liberales y mil chorradas más.
Y sí, luego están los convencidos, los que a pesar de todo, incluso del latido fetal, defienden que se acabe con esa vida, y, aunque equivocados, son menos desagradables que los de vuelo gallináceo porque los convencidos quizá no serán vomitados, pero los gallinas, por muy intelectuales y educados que se crean, lo serán.
Esas gallinas mareadas y moderadas son más peligrosas que los abortistas convencidos. Su fuego es más dañino porque disparan desde más cerca y porque están dispuestas a disparar a quien haga falta –a su madre incluso si preciso fuera–. Son apóstoles de la tibieza. Y ante un bebé indefenso no vale la mediocridad. Nunca. Dios nos libre de los gallinas, arrebate el poder a los convencidos y ayude a los gallardos.
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