La paz es un atributo esencial de Dios:”Yahvé Salom” (Yahvé-Paz) (Ju. 6,24). La creación es un reflejo de la gloria divina, aspira a la paz.
La paz se funda en la relación primaria entre todo ser creado y Dios mismo, una relación marcada por la rectitud. Como consecuencia del acto voluntario con el cual el hombre altera el orden divino, el mundo conoce el derramamiento de sangre y la división: la violencia se manifiesta en las relaciones interpersonales y en las sociales. La paz y la violencia no pueden habitar juntas, donde hay violencia no puede estar Dios.
En la Revelación bíblica, la paz es mucho más que la simple ausencia de guerra: representa la plenitud de la vida; más que una construcción humana, es un sumo don divino ofrecido a todos los hombres, que comporta la obediencia al plan de Dios. La paz es el efecto de la bendición de Dios sobre su pueblo: “Yahvé te muestre su rostro y te conceda la paz” (Núm.6,26). Esta paz genera fecundidad, bienestar, prosperidad, ausencia de temor y alegría profunda.
La paz es la meta de la convivencia social, como aparece de forma extraordinaria en la visión mesiánica de la paz: cuando todos los pueblos acudirán a la casa del Señor y Él les mostrará sus caminos, ellos podrán caminar por las sendas de la paz. (Cf. Is. 2,2-5). Un mundo nuevo de paz, que alcanza toda la naturaleza, ha sido prometido para la era mesiánica (Cf. Is 11,6-9) y al mismo Mesías se le llama “Príncipè de la Paz” (Is.9,5)
La promesa de paz que recorre todo el Antiguo Testamento, halla su cumplimiento en la Persona de Jesús. La paz es el bien mesiánico por excelencia, que engloba todos los demás bienes. Jesús es nuestra paz (Ef. 2,14), Él ha derribado el muro de la enemistad entre los hombres, reconciliándoles con Dios. (Cf. Ef. 2,14-16).
La vigilia de su muerte, Jesús habla de su relación de amor con el Padre y de la fuerza unificadora que ese amor irradia sobre sus discípulos. El don de la paz sella su testamento espiritual: “Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo” (Jn 14,27) Resucitado, cada vez que se encuentra con sus discípulos reciben de Él su saludo y el don de la paz: “La paz con vosotros” (Lc. 24,36; Jn 20, 19,21.26).
La paz de Cristo es, ante todo, la reconciliación con el Padre, que se raliza mediante la misión apostólica confiada por Jesús a sus discípulos y que comienza con un anuncio de paz: <<En la casa en que entréis, decid primero: “Paz a esta casa”>> (Lc. 10,5-6). La paz es también reconciliación con los hermanos, porque Jesús nos enseñó: <<Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores>> (Mt. 6,12). Con esta reconciliación, el cristiano puede convertirse en artífice de la paz y, por tanto, partícipe del Reino de Dios, según lo que Jesús mismo proclama: <<Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios>>. (Mt. 5,9)
La acción por la paz nunca estás separada del anuncio del Evangelio, que es <<la Buena Nueva de la paz dirigida a todos los hombres>>. En el centro del <<Evangelio de paz>> se encuentra el misterio de la Cruz, porque la paz es inseparable del sacrificio de Cristo. Jesús crucificado ha anulado la división, instaurado la paz y la reconciliación, y donado a los hombres la salvación de la Resurrección. (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia II, c, 11, nn. 488-493)
Rafael Serrano Molina
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