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jueves, 5 de agosto de 2021

HABLAR BIEN, HABLAR MAL. (CRÍTICA Y AUTOCRÍTICA) Por JA Hernández

¿No os llama la atención lo poco valorado que está, tanto en la prensa como en nuestras conversaciones entre amigos, hablar bien de las demás personas?. ¿No tenéis la impresión de que se cotiza más hablar mal, despotricar y vestir de limpio a los que piensan o actúan de maneras diferentes a las nuestras? Algunos están convencidos de que “criticar” es censurar, protestar y murmurar. Cuando digo “hablar bien”, no me refiero a la adulación o a hacer la pelota, sino al simple reconocimiento de las cualidades y de los méritos de los otros. Comprendo que se reproche la adulación porque a veces esconde intenciones retorcidas, pero es doloroso y preocupante que haya personas que sufren cuando leen o escuchan elogios y que disfruta cuando leen o escuchan insultos. Son los que confunden la crítica y la injuria. La crítica es una tarea positiva, útil y necesaria, es una actividad humana importante y difícil que consiste en analizar los comportamientos humanos para identificar sus orígenes y sus consecuencias, sus valores y sus fallos.

Pero murmurar es diferente: es quejarse, despotricar y vestir de limpio, sobre todo, a los que no están presentes. Es insultar, es desprestigiar, calumniar y, a veces, injuriar. Las murmuraciones, las burlas y las difamaciones nos revelan más el talante de quienes las emplean que los defectos de los que son objetos de sus comentarios. A veces son síntomas evidentes de una irreprimible tendencia a atribuir a los demás los propios defectos.

La crítica constituye el procedimiento que utilizamos para interpretar los episodios que acaecen durante nuestra vida, para orientar nuestras actividades y para situarnos en el contexto temporal y espacial en el que desarrollamos nuestras tareas. Es una labor compleja que supone diferentes niveles de profundización y en la que aplicamos diferentes procedimientos prácticos.

Cuando digo “hablar bien”, no me refiero a la adulación o a hacer la pelota, sino a enumerar honestamente las cualidades y los méritos de los otros. Comprendemos que se reproche la adulación porque, como es sabido, siempre esconde un objetivo retorcido, pero nos resulta doloroso que haya tanta gente que sufre leyendo elogios y que disfrute, sin embargo, cuando escucha insultos.

Implica una posición comodona y falta de valor porque no enfrenta la realidad, la soslaya. Como las aguas revueltas de una creciente, lanza un sonido sordo y prolongado para observar qué efectos tiene en los demás. El diccionario Larousse al respecto señala: “la murmuración es la conversación en perjuicio de un ausente”. Por lo general no son bienvenidos en muchas esferas de la comunidad. La crítica es un juicio de valor, respaldada en argumentos serios y conduce a aclarar, mejorar, o rebatir la posición contraria, por lo general en presencia de quien ha emitido una opinión. El murmurar o insultar es desprestigiar, calumniar y muchas veces injuriar sin herramientas que les permita sustentar sus comentarios, y por qué no decirlo, sus odios o enconos. Se solazan con el dolor ajeno y se agobian con su triunfo.

No es murmurar.


Errores más frecuentes en el análisis de las derrotas

1.- Achacarlos a detalles coyunturales relacionados con circunstancias ajenas a la propia voluntad: el frío o el calor, el viento o la lluvia, etc.

2.- Detenerse en aspectos secundarios a veces más fáciles de corregir.

3.- Señalar a otros como responsables y culpables

4.- Simplificar excesivamente los problemas eliminando datos.

5.- Generalizar comportamientos que poseen orígenes, causas y fines diversos.

6.- Formular enunciados teóricos excesivamente abstractos.

Tienen razón, en mi opinión, los profesionales que, tras entregarse a sus tareas con diferentes grados de éxito, se lamentan de las airadas censuras de los irritados especialistas de la descalificación. Esas críticas feroces son, a veces, desahogos pestilentes de frustrados escritores o, lo que es peor, embestidas descontroladas de simples amargados de la vida que tratan de compensar sus carencias y de escupir sus malos humores con violentas agresiones y con rotundos anatemas. Frecuentemente estos síndromes los sufren algunos aspirantes a escritores -carentes de sentido autocrítico- que, por no haber superado los traumas de su niñez o por no haber restañado las heridas de su adolescencia, cuando encuentran la oportunidad de publicar sus escritos -aunque sea en volanderas hojas o en el anonimato de las redes sociales- no pueden reprimir sus impulsos de poner verdes a todos los que no son de su camarilla.

Nos dan la impresión de que no soportan el éxito y el buen nombre de los demás y, lo que es peor, nos muestran que, con los años, sus odios y sus fobias, sus temores y sus rencores se hacen más evidentes y sus complejos parecen ya irreversibles.

Pero me sorprende más aún la fiereza con la que algunos políticos agreden a sus propios colegas; y me asombra, sobre todo, la bravura con la que luchan por derrocarse mutuamente, por desprestigiar a los que no comulgan con sus tendencias o no navegan por sus corrientes. ¡Qué pena que, en vez de cuidar más sus propios discursos -su expresión y sus contenidos-, gasten inútilmente sus energías en desprestigiar a sus adversarios, y qué lástima que, en lugar utilizar su imaginación para construir imágenes originales, la exploten para lanzar dardos venenosos contra los vecinos que están fuera de sus banderías.

Confieso que, más que el contenido de sus juicios, me preocupan y me entristecen esos modos, esas modas y esos modales como, por ejemplo, el tono solemne y la inflexión despectiva de sus violentas manifestaciones porque, más que criticar, estos señores lo que hacen es llorar, lamentarse, censurar, gruñir y murmurar agriamente. Son como esos abonados al tendido nueve de la Monumental de Madrid, que van a las corridas sólo para gritar desde sus incómodos asientos contra todos los toreros porque no se arriman suficientemente, contra todos los toros porque sus cuernos nos son suficientemente afilados, contra el presidente de la corrida, cuando concede una oreja y contra el resto del público porque no entiende de toros.

La crítica es un instrumento eficaz para la formación personal -intelectual y psicológica-, para la integración social y para la capacitación profesional.

La crítica es una actividad compleja que incluye, al menos, cuatro operaciones: el análisis, la interpretación, la valoración y la síntesis.

Los ejercicios de crítica.
No debemos confundir la crítica con el cotilleo, la murmuración, la censura, la queja, la protesta ni, menos, con la injuria o con el reproche. La crítica tiene como objetivo último propiciar la autocrítica. Hemos de ser conscientes de que, mientras advertimos con facilidad los defectos ajenos, nos resulta difícil reconocer los nuestros. Vemos, efectivamente, con mayor facilidad la paja en el ojo ajeno que la viga en el nuestro. Pero hemos de tener en cuenta que la crítica del discurso abarca tres operaciones complementarias: analizar, interpretar y valorar.

La autocrítica

La autocrítica es una actitud reflexiva y ponderativa de permanente examen de los comportamientos propios, de discernimiento de las cualidades y de los defectos, de los "rasgos de estilo", que deben ser respetados, y de los "vicios adquiridos", que deben ser corregidos.

La autocrítica se debe orientar y potenciar mediante la programación de ejercicios prácticos que faciliten la contemplación de los propios comportamientos desde distintas perspectivas y en diferentes niveles de análisis: la autocrítica, por lo tanto, ha de ser orientada y gradual.

La autocrítica es una práctica constructiva que ha de emprenderse manteniendo el ánimo sereno y adoptando una disposición positiva; no ha de confundirse, por lo tanto, con la autocensura ni, menos, con la autoflagelación.

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