Nunca he pensado que el tiempo que vivimos sea el peor de la historia. Más bien estoy convencida de que cada tiempo tiene sus luces y sus sombras, sus gestas y sus desastres.
También nuestra época tiene sus luces y sus sombras, aunque a nosotros, inmersos en ellas, nos parezca que son más oscuras de las que ha habido con anterioridad. Sin embargo, hay algo especialmente alarmante en el ambiente social actual. La difuminación del bien y del mal. Desde el auge del relativismo, la afirmación de que el bien no existe es absolutamente nociva para cualquier sociedad. Porque entonces cualquier cosa es válida si tengo la fuerza suficiente para imponerla.
Así podemos comprobar en nuestro entorno más próximo un retroceso, una involución, en la que parece que es posible cuestionarlo todo. O lo que es lo mismo, en la que nada parece que se pueda afirmar como un bien objetivo.
Y lo más sagrado, la defensa de la vida, vuelve a estar en cuestión. Determinando que, tanto al inicio como al final, hay vidas que no merecen la pena ser vividas. O que alguien puede decidir que no merecen la pena ser vividas.
El dar protección jurídica a una barbaridad semejante altera todas las reglas del juego. Peor aún, altera todos los principios sobre los que se ha constituido la civilización occidental hasta llegar a nuestros días. Una civilización que se desarrolla gracias a los clásicos, a los renacentistas, a los ilustrados, pero, sin ninguna duda, también gracias al cristianismo.
Si no se respeta la vida de todos y cada uno, ¿por qué vamos a respetar su libertad o su dignidad? Si no hay vida, no cabe la libertad. Por eso, en estos que son quizá nuestros peores momentos porque se pierden los referentes, nos toca defender lo que creíamos obvio. Cuidar el presente y recordar, precisamente ahora, el valor de la vida y la grandeza de la libertad. Libertad para construir una sociedad mejor que no se cimente, como dice el papa Francisco, sobre la cultura del descarte.
Cuidar el presente implica proteger la vida que comienza y también atender y acompañar la vida de nuestros mayores. Porque unos son la esperanza y los otros la memoria y la identidad. Para la vida del hombre, de todos y cada uno, no es en absoluto indiferente construir el futuro sobre arena o sobre roca. Y la roca es la defensa de la vida y de la libertad.
Para tener un futuro verdaderamente humano no nos queda más que cuidar el presente, que defender hoy todo lo que verdaderamente vale la pena, para no acabar desapareciendo en un futuro sin memoria y sin principios.
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