Un año más, se están cerrando las puertas de la Cuaresma y el sol empieza a escribir en las azoteas sus lecciones de Primavera, ya se escuchan los pregones de la Semana Mayor, nos acercamos a la Semana Santa.
Muchos llevan tiempo preparando sus procesiones y poniendo todo a punto. Pero, también hemos de hacerlo interiormente. Se trata del tiempo más sagrado del año litúrgico, la semana más venerable del año, la Semana Mayor, como decían los cristianos de los primeros siglos. La llamamos Semana Santa por la santidad de los sucesos que en ella se conmemoran, y porque sus días son días de santificación. En efecto, en ella libró Jesucristo a los hombres de la tiranía del demonio; en ella satisfizo plenamente por nuestros pecados; en ella instituyó el sacrificio del altar.
La Semana Santa es el fin de un recorrido, es el momento culminante de nuestra peregrinación anual, el Santo de los Santos de la liturgia, porque nos introduce en la Pascua. De ella nace todo el año litúrgico; históricamente, es el núcleo central; litúrgicamente, es la finalidad última. La Semana Santa está consagrada al recuerdo de la Pasión y Resurrección del Señor, dos hechos inseparables. La obra redentora de Cristo no se acaba con su muerte, sino que se prolonga con la victoria de la resurrección.
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