No podemos educar a los que vienen dándoles todo hecho, evitándoles los disgustos, concediendo o alabando cualquier actitud, que puedan hacer lo que quieran y no tenga consecuencias
Como todos los años, por estas fechas ha llegado el final de curso. Y esto ha supuesto un descanso para todos los alumnos, sea cual sea su etapa educativa.
En el caso de los más pequeños, que se adaptan a todo, junto con ese descanso de los horarios escolares, comienza el quebradero de cabeza de los padres para ver cómo ocupar el tiempo y quién estará con los niños hasta que ellos mismos (los padres) tengan vacaciones. Pero incluso esto entra en la rutina de cada verano de la mayoría de las familias.
Sin embargo, según van creciendo, en estos últimos años observo, de manera generalizada, un fenómeno que me parece preocupante.
En distintas ocasiones hemos comentado la sobreprotección de los niños y los jóvenes que, en el mejor de los casos con buena intención, les obstaculiza, cuando no les imposibilita, hacer frente a la realidad, y consecuentemente, crecer.
En este curso me he encontrado, por distintas circunstancias, en situaciones en las que –con niños de primaria, chicos de secundaria y bachillerato, y jóvenes universitarios– alguien (con cierta autoridad) ha hecho comentarios y ha tomado decisiones en el sentido de evitarles algún tipo de frustración.
Y no doy crédito.
Es más, me genera indignación, me enerva, incluso diría que me frustra. Y en esa frustración propia, me cuesta ver la parte positiva, más allá de provocar el intentar corregirlo, que no es poco.
Porque no podemos educar a los que vienen dándoles todo hecho, evitándoles los disgustos, concediendo o alabando cualquier actitud, que puedan hacer lo que quieran y no tenga consecuencias, o que todos son, en todo, excepcionales. Porque no es cierto.
Igual que tampoco es cierto que no haya disgustos. Los disgustos, los fracasos, las frustraciones, que son pequeños cuando uno es pequeño, te preparan para poder superar las dificultades que también van creciendo según avanza la vida de cada uno. Ese es un aprendizaje absolutamente necesario, porque la vida real tiene de todo. Éxitos y fracasos, alegrías y disgustos. Todo aporta y de todo se aprende. Y hay que pasar por todo. Lo otro no es real.
Me resulta muy duro enfrentarme con la realidad de que un desamor de los 15 o 16 años lleve a la depresión. O que un suspenso en la Universidad produzca el mismo resultado. No puede ser que, en el colegio, como en casa, se les tenga entre algodones. Que no se les regañe, que no se les exija. Que se les convenza, a todos ellos, que son los más listos y los más guapos. Todos. Los reyes del mambo. Eso es imposible.
Por otro lado, no sé hasta qué punto, todo eso contribuye a crear sujetos que verdaderamente se creen perfectos, excepcionales, que no tienen que aprender nada de sus mayores, porque ellos (los mayores) son muy conscientes de que no son perfectos.
Hay que reivindicar la frustración. No como hacen algunos, que se van al extremo contrario, y explotan el victimismo. Tiene que servir para aprender que no importa caer, si a raíz de esa caída uno aprende a levantarse y a continuar. A mejorar. Sabiendo que, en el camino, sin engañarnos, siempre va a haber quien nos acompañe y nos ayude.
No hay que ser perfectos. No lo somos. Ni lo son las nuevas generaciones. Nuestros hijos, nuestros alumnos, los que comienzan en el mundo laboral no lo son. Pero hay que buscar lo mejor. Buscar ser mejores en cada ocasión. Y para eso hay que ser consciente de las equivocaciones y de lo que hacemos mal. Y corregir.
- Carmen Fernández de la Cigoña es directora del Instituto CEU de Estudios de la Familia. Doctora en Derecho. Profesora de Doctrina Social de la Iglesia en la USP-CEU. Esposa y madre de tres hijos
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