La cruz de Jesús no es algo que afecte solo a sus contemporáneos. Su pasión no quedó encerrada en su tiempo porque su amor trasciende y llega a los hombres de todos los tiempos, pues Cristo ha muerto por toda la humanidad y su sangre se derramó por ellos, por todos nosotros.
Jesús nos invita a centrarnos, a dar sentido al sinsentido, a iluminar nuestro camino con su amor redentor. Nos invita a reencontrar lo que hemos perdido, a reconstruir lo que se haya roto, a resucitar lo que se ha convertido en muerte, a vencer en las derrotas, a descubrir de nuevo las señales que aún quedan en nosotros para poder continuar en el camino de la vida. Nos preguntamos a veces: ¿quién podrá darnos la vida nueva que anhelamos? Sólo mirándole a él resurgiremos de nuestros males y dejamos que el Espíritu Santo nos lleve por el camino de un nuevo renacer. Siguiéndole volvemos a encontrar nuestros mejores sentimientos, renovamos nuestras actitudes y fortalecemos nuestras decisiones para ser buenos y hacer el bien; y para vencer el mal con la fuerza del bien.
Jesús, nuestro amado Señor, ha querido además quedarse misteriosamente en los que sufren (Cf. Mt 25, 31-46). Está en las nuevas víctimas y en sus cruces de modo que su pasión, que se prolonga en la historia, está también en estos tiempos de pandemia, en nuestros tiempos, en nuestra vida, de modo que estamos llamados especialmente en este momento, a ser gente que reconozca a Jesús, que necesita nuestra ayuda en cada enfermo y cada prójimo que sufre y llora. Llamados a ser «cireneos» en tantas pasiones dolorosas que tenemos cerca, y, también, «cireneos» de tantos servidores públicos, cuidadores de ancianos, profesionales sanitarios y de servicios que atienden en su enfermedad y necesidades a nuestros conciudadanos. Así nos ha recordado el Santo Padre en su carta para la Cuaresma, la necesidad de la caridad, que «quiere decir cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o angustia a causa de la pandemia de Covid-19». Asimismo, nos señala que «la vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante».
Hermanos: Queremos seguir hoy a Cristo en los sufrimientos de la vida, en tiempos de tantos interrogantes y angustias, en esta providencial Cuaresma. Seamos, pues, gente comprometida en servir y en volver a Dios, tan olvidado por muchos que le han abandonado y ahora se sienten aún más abandonados sin Él. Volvamos a nosotros mismos, a nuestro interior, viviendo esta circunstancia dramática como oportunidad de renacer, por gracia, en la fe, para así ser auténticos portadores de ayuda, ánimo y consuelo.
Pongamos nuestra mirada en Cristo Crucificado para encontrar en Él la respuesta a nuestros sufrimientos y al sentido de nuestra vida, como hicieron aquellos enfermos que miraban en el hospital la famosa imagen doliente de Grünewald, llagado y lacerado también con sus mismas heridas y enfermedades. Reconozcamos igualmente nuestras enfermedades espirituales y nuestros pecados que nos privan de luz y alejan del amor y del consuelo de Dios.
Pongamos nuestras vidas en las manos maternas de nuestra Madre la Virgen María: Ella, al pie de la Cruz, en el corazón de la Iglesia, fiel a la promesa de su Hijo, nos enseña que el amor todo lo puede, todo lo espera y todo lo soporta (1 Cor 13, 7).
Ánimo. En medio de la oscuridad el Señor es nuestra Luz. Con Él, la Vida es nuestra meta cierta. Que esta Cuaresma que iniciamos nos conduzca a una Pascua que nos levante con su energía resucitadora en estos momentos históricos de especial dificultad.
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