LA AUTORIDAD POLÍTICA
Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Resulta, pues, necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; una autoridad que, como la misma sociedad, surge de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, autor de la naturaleza.
La autoridad política debe garantizar la vida ordenada y recta de la comunidad, sin suplantar la libre actividad de las personas y de los grupos, sino orientándola hacia la realización del bien común, respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales. El ejercicio de la autoridad política “así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común – concebido dinámicamente- según el orden jurídico establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer.”
El sujeto de la autoridad política es el pueblo, considerado en su totalidad como titular de la soberanía. El pueblo transfiere de diversos modos el ejercicio de la soberanía a aquellos que elige libremente como sus representantes, pero conserva la facultad de ejercitarla en el control de las acciones de los gobernantes y también en su sustitución, en caso de que no cumplan satisfactoriamente sus funciones. Si bien esto es un derecho válido en todo Estado y en cualquier régimen político, el sistema de la democracia, gracias a sus procedimientos de control, permite y garantiza su mejor actuación. Si estos medios de control del poder político se desvirtuaran, anulándolos, privándolos de eficacia o independencia de modo que resultaran inútiles, se desvirtuaría la democracia, de modo que incluso llegaría a perder toda legitimidad. En cualquier caso el solo consenso popular no es suficiente para considerar justas las modalidades del ejercicio de la autoridad política.
La autoridad debe dejarse guiar por la ley moral: toda su dignidad deriva de ejercitarla en el ámbito del orden moral, “que tiene a Dios como primer principio y último fin”.
La autoridad debe reconocer, respetar y promover los valores humanos y morales esenciales Éstos son innatos, “derivan de la verdad misma del ser humano, y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir”. Estos valores no se fundan en “mayorías” de opinión mudables, sino que deben ser simplemente reconocidos, respetados y promovidos como elementos de una ley moral objetiva, ley natural inscrita en el corazón del hombre y punto de referencia normativo de la misma ley civil”.
La autoridad debe emitir leyes justas, es decir, conformes a la dignidad de la persona humana y a los dictámenes de la recta razón. Si una ley es contraria a la recta razón y al orden moral será una ley “injusta” y en tal caso deja de ser ley y se convierte en un acto de violencia. Si la autoridad pública no actúa en orden al bien común, desatiende su propio fin y por ello mismo se hace ilegítima. (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. II, c. 8, nn. 393-398)
Rafael Serrano Molina
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