Es posible que la grata impresión que me ha causado la lectura de este libro se deba a la belleza de su prosa transparente, modulada por la exquisita sensibilidad literaria del autor, por la autenticidad de su voz pronunciada tras la dolorosa experiencia de una cruel enfermedad o por la hondura de su fe alimentada por la permanente conversación con Jesús. Confieso que he disfrutado intensamente con esa prueba de sincera amistad que me ha brindado Alejandro Fernández Barrajón, sacerdote mercedario, al confiarme, en un tono de entrañable confidencia, las claves íntimas de su bien estar, de su bien hacer y, sobre todo, de su bien ser. Reconozco, además, que este género literario de “confesión” es uno de los cauces más eficaces para generar la sintonía emocional -la simpatía- y, por lo tanto, la comunicación pedagógica. Pero me apresuro a declarar que, sin duda alguna, los principales valores de este libro residen, a mi juicio, en los importantes mensajes que transmite y en los saludables estímulos que genera.
Sí, la clave explícita de una vocación vivida con sencillez y, al mismo tiempo, de una manera sublime, se evidencia en la sinceridad con la que Alejandro -que entre otros ministerios, ejerció la misión de Presidente de la Confer- se confiesa y nos descubre las amplias dimensiones de su calidad humana y la hondura de su entrega religiosa precisamente al contarnos la grandeza de su fragilidad y la fortaleza que le ha proporcionado su grave enfermedad.
Eficazmente aleccionador es, a mi juicio, el denominador común de sus análisis de las sucesivas crisis individuales, sociales y eclesiales. Como él afirma textualmente, “Cuando hay crisis, brota la creatividad, la iniciativa, la búsqueda, y se avivan los tiempos más bulliciosos y apasionados. En medio de la crisis estoy vivo. Las crisis no son las causas de nuestros fracasos, sino nuestra terquedad por vivirlas con creatividad y esperanza” (p. 27).
Y es que Alejandro parte del supuesto esperanzado de que en estos momentos está naciendo una nueva manera -más auténtica y más evangélica- de ser y de sentirnos Iglesia como pueblo de Dios. A lo largo de todo el libro nos explica con claridad y con lucidez cómo la vida religiosa, con esta nueva manera de estar, de ser y de actuar, cerca de la gente y “despojada de vestiduras -ataduras- políticas e ideológicas, favorece su renovación permanente y el trabajo serio por “la justicia, por la paz y por la integridad de la creación”. Si es cierto que se han perdido aquellas “filactelias y brocados de la autosuficiencia, del estado perfección, de los privilegios, del poder y del prestigio”, también es verdad que la vida consagrada de hoy está volviendo con mucha decisión por la senda más directa a Jesucristo y al Evangelio.
Reconoce cómo estamos mejorando cuando nos sentimos compañeros de Jesús en los caminos de Jerusalén a Jericó -los caminos de la vida-, y cuando hacemos un alto en la casa familiar de Betania: el lugar de la amistad, del diálogo y de la fiesta. Por eso él confiesa que le gustaría purificar esa imagen sagrada de una Iglesia alejada, sobre todo, de los jóvenes. ¿Cómo? Transitando por los caminos en los que nos esperan los pobres, los enfermos, los presos y los ancianos. Y es que él piensa -¿sueña?- con una Iglesia que sea un espacio libre para pensar y para decir, en la que respiremos la atmósfera limpia de la misericordia y en la que trabajemos “no sólo los varones, sino las personas”.
Estos agudos análisis de la situación actual y estas oportunas reflexiones sobre el “presente privilegiado” que vivimos, sobre el valor de “algunos recuerdos verdaderamente vitales, sobre la dictadura de las ideologías, la cárcel del ego, la hermana muerte, la felicidad, el misterio del sufrimiento, la soledad, la humildad, el amor o sobre la fraternidad como tarea constituyen una serie de principios, de criterios y de pautas válidos para que realicemos un examen hondo de conciencia sobre el momento decisivo que vivimos y una invitación apremiante para que nos tomemos en serio la vida”. Gracias, amigo Alejandro.
Sí, la clave explícita de una vocación vivida con sencillez y, al mismo tiempo, de una manera sublime, se evidencia en la sinceridad con la que Alejandro -que entre otros ministerios, ejerció la misión de Presidente de la Confer- se confiesa y nos descubre las amplias dimensiones de su calidad humana y la hondura de su entrega religiosa precisamente al contarnos la grandeza de su fragilidad y la fortaleza que le ha proporcionado su grave enfermedad.
Eficazmente aleccionador es, a mi juicio, el denominador común de sus análisis de las sucesivas crisis individuales, sociales y eclesiales. Como él afirma textualmente, “Cuando hay crisis, brota la creatividad, la iniciativa, la búsqueda, y se avivan los tiempos más bulliciosos y apasionados. En medio de la crisis estoy vivo. Las crisis no son las causas de nuestros fracasos, sino nuestra terquedad por vivirlas con creatividad y esperanza” (p. 27).
Y es que Alejandro parte del supuesto esperanzado de que en estos momentos está naciendo una nueva manera -más auténtica y más evangélica- de ser y de sentirnos Iglesia como pueblo de Dios. A lo largo de todo el libro nos explica con claridad y con lucidez cómo la vida religiosa, con esta nueva manera de estar, de ser y de actuar, cerca de la gente y “despojada de vestiduras -ataduras- políticas e ideológicas, favorece su renovación permanente y el trabajo serio por “la justicia, por la paz y por la integridad de la creación”. Si es cierto que se han perdido aquellas “filactelias y brocados de la autosuficiencia, del estado perfección, de los privilegios, del poder y del prestigio”, también es verdad que la vida consagrada de hoy está volviendo con mucha decisión por la senda más directa a Jesucristo y al Evangelio.
Reconoce cómo estamos mejorando cuando nos sentimos compañeros de Jesús en los caminos de Jerusalén a Jericó -los caminos de la vida-, y cuando hacemos un alto en la casa familiar de Betania: el lugar de la amistad, del diálogo y de la fiesta. Por eso él confiesa que le gustaría purificar esa imagen sagrada de una Iglesia alejada, sobre todo, de los jóvenes. ¿Cómo? Transitando por los caminos en los que nos esperan los pobres, los enfermos, los presos y los ancianos. Y es que él piensa -¿sueña?- con una Iglesia que sea un espacio libre para pensar y para decir, en la que respiremos la atmósfera limpia de la misericordia y en la que trabajemos “no sólo los varones, sino las personas”.
Estos agudos análisis de la situación actual y estas oportunas reflexiones sobre el “presente privilegiado” que vivimos, sobre el valor de “algunos recuerdos verdaderamente vitales, sobre la dictadura de las ideologías, la cárcel del ego, la hermana muerte, la felicidad, el misterio del sufrimiento, la soledad, la humildad, el amor o sobre la fraternidad como tarea constituyen una serie de principios, de criterios y de pautas válidos para que realicemos un examen hondo de conciencia sobre el momento decisivo que vivimos y una invitación apremiante para que nos tomemos en serio la vida”. Gracias, amigo Alejandro.
José Antonio Hernández Guerrero,
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