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sábado, 28 de diciembre de 2019

¡ASOMBROSO BELÉN!


ARTÍCULO DE NAVIDAD DEL SR OBISPO PUBLICADO EN EL DIARIO DE CÁDIZ A 24/12/2019
La Navidad –sean cuales sean nuestras circunstancias— es la memoria de un Acontecimiento que nos precede, y, en cierto modo, nos configura aún en contra de nuestra voluntad. Este hecho es la Encarnación de la Palabra Eterna de Dios. Como sucede con cualquier otro acontecimiento contiene un significado propio, un “mensaje” que siempre se podrá reducir, distorsionar, incluso manipular a favor de nuestros intereses o negocios, pero que en el fondo no decidimos nosotros. Está dentro, por así decir, del mismo acontecimiento, como el regalo dentro del envoltorio. Este obsequio ha transformado a lo largo de la historia a millones de personas que supieron comprender su significado. Algunos lo dudan: ¿qué puede significar, qué valor tiene para nuestra sociedad hipersatisfecha esta fiesta, más allá de su evidente sentido familiar? ¿No tenemos ya bastante con luchar para conquistar el bien y defendernos del mal? ¿No basta la salud física, el bienestar económico, la ciencia o la técnica, el poder, la buena reputación o la autocomplacencia? Digamos también que en esta autosuficiencia aparente soy como un enigma para mi. ¿Quién soy yo que existo, pero no tengo en mí el principio de mi existir? Y si el mal que más daña al hombre es el que procede de su corazón ¿puedo, entonces, salvarme a sí mismo, por mis propias fuerzas?  ¿o dependo, en lo más profundo de mi ser, de Dios y de los demás?
El Gran Inquisidor de Dostoievski habla así a Jesús: “Tú juzgas demasiado a los hombres, porque, aunque sean rebeldes, nacen esclavos… ¡Te juro que el hombre es más débil y más bajo de lo que jamás Tú te has imaginado! El hombre es débil y cobarde”. Efectivamente, ¿quién apostaría por esta criatura que se ha hecho enemiga de su propia vida, que extiende su locura a toda la creación y se gana su desprecio e incluso su venganza? No son pocos los pensadores actuales que hablan del hombre como una “enfermedad epidémica del planeta”, su mayor enemigo. ¿Y quién podría discutirlo si nos descubrimos, una y otra vez, enemigos de nosotros mismos? Lejos han quedado aquellos mensajes navideños que celebraban que “a pesar de todo nos queremos”.  En efecto, las Navidades se han convertido para muchos en un tiempo de dolor, de mera nostalgia por nuestros seres queridos ausentes, o de explotación interesada de las emociones más íntimas. Ahora bien, aquella primera Navidad significa todo lo contrario. El Hecho, el Acontecimiento, es, en síntesis –pues la Palabra que hizo el universo se abrevió en aquel pequeño cuerpo humano—, un escándalo: en el Juicio universal contra el hombre ha aparecido una voz que le defiende. Es la voz de Aquel que más motivos podría tener para condenarlo, pero su Palabra –sorprendentemente— es de salvación. Quizás como aquel malhechor que en medio del griterío del patíbulo que vociferaba insultos contra él pudo distinguir la voz de su madre, la única que le llamaba por su nombre.
Albert Camus comienza su libro “El hombre rebelde” con una cita de Hölderlin: “Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y doliente, y con frecuencia, en la noche sagrada, le prometí que la amaría fielmente hasta la muerte, sin temor, con su pesada carga de fatalidad, y que no despreciaría ninguno de sus enigmas. Así me ligué a ella con un lazo mortal”. Éste es el terrible significado de la Navidad: Dios se ha atado a la humanidad doliente con un lazo mortal que puede acarrearle el desprecio definitivo de ese “hombre rebelde” –el individualista autónomo que se cree omnipotente— o, por el contrario, darle una esperanza imprevista, cuando se encuentra, precisamente, sobre el patíbulo de su historia. De este modo Dios se hace miembro de la familia humana asumiendo nuestra carne y nuestra historia –“por nosotros los hombres y por nuestra salvación” –, y transforma la condición humana en una nueva existencia reconciliada con Dios y entre nosotros. La buena noticia de la salvación tiene nombre y rostro: Jesucristo, el Salvador. “Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre”, dice San Pablo. (Tit 3,4). La redención comienza aceptando a Jesús, el Hijo de Dios: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19, 9). Con su encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres. Hay una nueva vida para todos en comunión con El.
“Vayamos a Belén”, dicen los pastores la Nochebuena de cada Navidad invitándonos a ponernos en marcha –como ellos, que acuden a Dios— y participar de su asombro, pues velando percibieron las realidades más profundas, y por su humildad fueron prestos a la llamada. (Nos paraliza el escepticismo arrogante y la vanagloria; y un corazón altanero, cebado de bienes y aturdido por los negocios es sordo para Dios). Aquel gozo dio alas a los pies de rabadanes y zagales que, a su regreso apresurado, contaron todo y dieron gloria a Dios.
La meta sigue siendo este Niño accesible, débil y necesitado, un Dios que desvela un misterio de amor y no de temor. Aún nos espera en un establo de Belén –despiste de eruditos y listillos—, el escondite de su mayor revelación. Allí, asombrados y en silencio, nos invita a ahondar en el abismo de lo eterno –“hemos contemplado su gloria”—, a compartir su misericordia; y a cantar “¡gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama!”. ¿Cómo no improvisar jubilosas zambombas y cantar contagiosos villancicos? Es inevitable decir “gracias”, porque hay esperanza, y ¡feliz Navidad!

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