Era el preso número 16.670 del campo de concentración de Auschwitz. Para los nazis no era más que una cifra, pero nunca lo fue para sus compañeros de cautiverio, para los que fue una luz de esperanza. Sonreía, animaba al resto y pese al sufrimiento podía estar alegre e incluso dar gracias a Dios. Tan agradecido se sentía por este Amor, que llegó a ofrecer su vida para salvar la de un padre de familia. El preso 16.670 era san Maximiliano Kolbe, y su manera de afrontar la vida y la muerte marcó a todos los que le rodearon.
Este es un ejemplo de gratitud en grado heroico, una muestra de santidad. Sin embargo, el agradecimiento es una virtud que también en la vida cotidiana produce muchos frutos. “Es de bien nacidos ser agradecidos”, reza el popular refrán español, cuya esencia se ha ido transmitiendo durante generaciones y ha hecho del mundo un lugar mejor. Pero esta “gratitud” se está perdiendo en Occidente. La palabra “gracias” está en desuso y hoy se valoran poco los pequeños detalles de la vida. Más bien al contrario, se destaca la queja que deriva hacia un victimismo exigente y excluyente que impide percibir lo que es bueno.
Mejora la salud
Este fenómeno creciente de la “ingratitud” se da no sólo en el ámbito social, sino también en el familiar. Hay numerosos estudios tanto en el campo de la psicología como de la neurociencia que muestran que la gratitud, es decir, dar las gracias y mostrarse agradecido, provoca grandes beneficios para la salud física y mental. En definitiva, hace a las personas más felices.
Pero el agradecimiento es una virtud y, por eso, sus “efectos” van mucho más allá, pues está impregnada de trascendencia y es un apoyo fundamental en la vida cristiana. Incluso existen carismas en la Iglesia centrados en la espiritualidad del agradecimiento. Es el caso de los Franciscanos de María, que desde hace décadas difunden que este es el corazón del Evangelio.
El padre Santiago Martín, fundador de los Franciscanos de María, explica a Misión que “es el corazón del Evangelio porque la Eucaristía es el centro y el alma de la Iglesia y ‘eucaristía’ significa ‘acción de gracias’. El agradecimiento sitúa al hombre ante Dios con la relación que Dios quiere que tenga hacia Él: una relación que supere el temor y el interés y que esté basada sobre todo en el amor a Aquel que nos amó primero”.
Del don a la exigencia
Así lo descubrió también Jaime Carbó, laico, casado, padre de tres hijos y actualmente vicepresidente de los Franciscanos de María. “Descubrí la necesidad de agradecer en una crisis que parecía insuperable y de la que, para mi sorpresa, logré salir. Cuando la vida me llevó a no poder comulgar, Dios me mandó un sacerdote que me acompañó en ese dolor y me enseñó a ofrecer ese sufrimiento diario de forma que ese ofrecimiento fue bálsamo y me recordó que Él estaba conmigo. A partir de ese momento, he ido descubriendo en cada instante la presencia del milagro cotidiano, he dejado de dar por normal lo que es extraordinario y veo la mano de Dios en mi vida. Con humildad podemos reconocer que la gratuidad de sus dones es total y que ante tanto amor no nos cabe más que dar las gracias y sonreír”, explica a Misión.
Sin embargo, Carbó tiene claro que a medida que la sociedad se ha ido cubriendo de una capa de laicidad, el Estado provee de servicios que convierte en derechos, y el individualismo mal entendido conforma a la sociedad, muchas personas no entienden el verdadero sentido del agradecimiento. “Ya no son dones, son derechos, y pasamos de adorar a Dios a adorar a los políticos y al Estado”, afirma.
Estas exigencias de convertir todo en un derecho propio, que además debe ser satisfecho de inmediato, provoca gran frustración, egoísmo y envidia. Todo esto ha hecho proliferar la cultura de la queja y del victimismo, que es, según Carbó, la “inversa” del agradecimiento. “Esto genera una crispación social y una relación tensa entre nosotros. Un lugar peor para vivir”, añade.
“Si por amor a Dios todos fuéramos agradecidos, viviríamos en un mundo mejor. Pero esto no es algo que se deba hacer desde la ONU o desde la UE sino que empieza en uno mismo. Así será el Cielo, sin duda”, concluye Jaime Carbó.
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