Agradezco la invitación de la ACdP para abrir estas jornadas de Católicos y Vida Pública de Cádiz que abordan una reflexión titulada: PROPONEMOS LA FE, TRANSMITIMOS UN LEGADO CON ALGEGRÍA Y CON ESPERANZA.
Saludo con especial afecto a D. Antonio Franco Rodríguez de Lázaro, consejero nacional de la ACdP, a D. Francisco Pavón Rabasco, Secretario del Centro de Cádiz, a su consiliario el P. Manuel de la Puente y a todos los colaboradores e intervinientes en las mesas redondas.
Este espacio de reflexión –ya consagrado por tantas ediciones anteriores—, se dedica a difundir nuestra experiencia de evangelización en la diócesis y la transmisión del legado de la fe. Nos permitirá contemplar, sin ninguna ostentación, los frutos de la acción de Dios y nuestra, por lo que tenemos mucho que ofrecer y más que agradecer. He de manifestar que la referencia en el título a la alegría y a la esperanza son de especial importancia, o, mejor aún, tocan lo esencial de la evangelización. Me parece muy oportuno que figure en el título de esta jornada. No es casual que el pontificado del Papa Francisco esté determinado por la alegría del Evangelio, Evangelii Gaudium. Nada de lo que hablaremos es posible sin la esperanza y sin la alegría que es fruto de ella.
El programa contempla cuatro aspectos que son verdaderos puntales de la vida cristiana propuesta, a saber, la espiritualidad, la acción social, la defensa de la vida y la juventud. Lo son también de su transmisión y difusión. En estos aspectos es fácil comprender lo mucho que la civilización cristiana tiene que ofrecer al mundo, a nuestra sociedad y cultura, y, más aún, resulta evidente el abundante campo que queda por recorrer. Por estos caminos se pueden orientar, sin duda, nuestros debates y despertar nuevas propuestas, como sucedió en el 24 Congreso de Católicos y Vida Pública de Madrid en el pasado mes de noviembre de 2022. Su manifiesto final me parecer ser un faro luminoso en medio de la oscuridad de la ingeniería social globalista que nos invade con la pretensión de marginar la civilización cristiana hasta su exclusión. No soy capaz de atisbar en absoluto el supuesto “mundo feliz” que nos prometen, más bien, por el contrario, vislumbro un tenebroso panorama de disolución de lo humano y una manifiesta desesperación como consecuencia. No es el primer intento prometeico de los tiempos modernos que promete lo que no puede dar, ni será el último en caer, pues, aunque nos invada ahora como un gigante de fuerza imbatible, tiene los pies de barro, porque nada que se funde sobre una mentira puede subsistir. No obstante, esto debe provocar en nosotros el compromiso urgente por la difusión de la Verdad y la Vida. Queréis asumir esta misión en la familia, en la educación, en la cultura fruto de la fe que ha configurado Europa y ha humanizado el mundo en su mayor parte, en la recuperación de la belleza reveladora de Dios y en el arte. Cada uno de estos campos abiertos son una imperiosa llamada a nuestro testimonio y misión.
Me agrada recordar la predicación del diácono Felipe en Samaria, donde pudo comprobar como consecuencia de su conversión al Señor que “la ciudad se llenó de alegría” (Hch 8,8). Esta experiencia ha sido común a lo largo de la historia donde una comunidad se ha abierto a la fe y ha difundido su luz. También hoy ha de suceder así. Nuestros contemporáneos pueden saber por nosotros que sigue abierta para el mundo la fuerte de la alegría personal y social, que el evangelio y la cultura que genera sigue siendo lugar de encuentro, de fraternidad y de paz, porque nos devuelve el alma, nos ofrece lo esencial.
Se contempla un punto final: nuestro testimonio. Dar testimonio de la fe con una vida lograda, con el gozo que brota de Dios y de la vida plena, es la palanca que mueve las acciones y las propuestas de acción social y de evangelización. Es el móvil y motivación de cualquier proyecto cristiano que quiera transmitir el legado de la vida y cultura cristiana que ha de actualizarse en cada generación si quiere pervivir, más aún si se ofrece en un ambiente contrario o refractario, cuando hemos de nadar contra corriente. He de decir, por tanto, que este punto “final”, realmente ha de ponerse en el inicio. Vayamos, pues, al inicio del inicio. ¿Por qué es tan difícil transmitir la fe?
La difícil tarea de transmitir la fe exige tener fe, vivir la fe, es decir, la experiencia viva de Cristo vivo en nuestra vida. Aunque resulte obvio, ante la penosa tarea de evangelizar la Iglesia no deja de reflexionar, de repensar las condiciones, de apurar sus medios. Sin olvidar el magisterio anterior y en continuidad con el hay una especial claridad hoy a partir del Sínodo sobre la Evangelización y la Evangelii Gaudium , seguido de documentos posteriores y otras definiciones –como la del Congreso Nacional de Laicos, en Madrid— que nos aclaran, advierten e indican caminos de renovación. Citaré tan solo la importancia del primer anuncio y de la conversión (cf. Congreso Nacional de Laicos; cf. también Directorio para la Catequesis, Roma 2020). La vida del discípulo cristiano parte de un encuentro real con Cristo, fundamento de la vida de fe. Madurando en su seguimiento se crece en coherencia evangélica, santidad moral, caridad social, etc. La relación fraterna entre los cristianos fomenta y extiende el estilo evangélico y crea una cultura benéfica que “llena de alegría la ciudad”, pero en su base está, ante todo, “vivir en Cristo”. Es precisamente lo contrario de vivir “como si Dios no existiera”, que es como describió Benedicto XVI la situación frecuente de la sociedad occidental que ha contaminado a tantos cristianos hasta diluir su fe en la apostasía silenciosa. Nuestra debilidad es ocultar la verdad, organizar nuestra existencia “como si Dios no existiera”, como si Dios fuera un competidor, como si no fuese de fiar, como si El no fuese capaz de darnos la plenitud y la felicidad, tolerando el mal o pactando con el (aunque solo sea con un poco de mal, que a veces viene bien ¿no?), quizá por no estar suficientemente marcados por su presencia cotidiana en nuestra propia vida particular.
Al comienzo mencioné la esperanza y la alegría, que forma parte del título de este encuentro, algo que no se entiende sin el encuentro con Cristo y la conversión que renueva la vida desde lo profundo de cada cual. Fruto de la esperanza es la magnanimidad para afrontar las empresas más difíciles, el entusiasmo para trabajar contra toda lógica, la capacidad de sufrimiento y resistencia a la crítica y a la persecución. La esperanza viene de la mano de la fe, de la confianza en Alguien que me quiere y comprende, que me hacer ver la vida con otra luz. Es lo que experimentaron los apóstoles después de encontrarse con Cristo resucitado y recibir el Espíritu Santo en Pentecostés. Por eso salieron a la calle y predicaron sin importarles ser azotados y encarcelados: “Hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres”. Consideraron un honor padecer por el Señor y enardecían los corazones con su predicación.
Espero que la edición de estas Jornadas sea también para nosotros un laboratorio de ideas y propuestas desde la Verdad, inspiradas por nuestro deseo de la Belleza y el Bien, que encuentren acogida en nuestro ánimo, gracias, sobre todo, a la presencia activa del Señor en nosotros –que nos rescata de las ambigüedades de la modernidad y del secularismo-- y a la conciencia clara de que Cristo, nuestro Señor, “hace nuevas todas las cosas” (cf. Apc 21,5 ) hasta el punto de ofrecer al mundo caminos de renovación con el anuncio de esta noticia “que trasciende todo conocimiento” (cf. Ef 3,19).
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