Con el Miércoles de Ceniza la semana pasada comenzábamos la Cuaresma, ese tiempo tan valioso e importante para la Iglesia que nos conduce a la celebración de la Pascua.
La Iglesia mira al encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna. Haciendo oración y viviendo la caridad intensifica su camino de purificación espiritual para obtener aquí con más abundancia la vida nueva en Cristo, esa vida que ya se nos transmitió en el Bautismo cuando, “al participar de la muerte y resurrección de Cristo”, comenzó para nosotros la aventura gozosa y entusiasmante de ser discípulos de Jesús.
En estas semanas tratamos de hacernos semejantes a Cristo. Este es el objeto de la transformación que tiene lugar al participar en la muerte y resurrección del Señor: que yo pueda conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos (cf. Flp 3, 10-11).
El recorrido cuaresmal culmina en el Triduo Pascual. Al renovar las promesas bautismales la noche de Pascua reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos “del agua y del Espíritu Santo”. Entonces renovaremos el compromiso de corresponder a la acción de la gracia para ser discípulos. Sumergirnos desde ahora en la muerte y en la resurrección de Cristo nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales y de ese vínculo egoísta con la “tierra” que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo. El gran mandamiento del amor al prójimo nos exige, además, tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad con las criaturas, porque también son hijos de Dios. Si somos hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, hemos de ver en el otro a un verdadero hermano a quien el Señor ama infinitamente. De esta mirada de fraternidad brotarán naturalmente de nuestro corazón la solidaridad, la justicia, la misericordia y la compasión que tanto necesita la sociedad. La caridad nos hace también responsables del bien espiritual de nuestros hermanos a través del anuncio de Cristo Salvador y la corrección fraterna, para acompañar a cada uno, como Dios hace con nosotros.
El mundo exige hoy a los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor. La cuaresma nos ofrece el itinerario que necesitamos para reconocer nuestra debilidad y caminar con decisión hacia Él, y acoger la gracia renovadora del sacramento de la Penitencia revisando la propia vida. La clave es, por tanto, el encuentro personal con el Señor. En Él, que es Amor (cf. 1 Jn, 4, 7-10), encuentra sentido la oración, el ayuno y la limosna; y la Cruz nos habla, como una Palabra suya que manifiesta el poder de Dios (cf. 1 Co, 1, 18), donde se levanta al hombre de sus caídas y adquiere la salvación, donde encontramos el amor en su forma más radical (Encíclica Deus caritas est, 12). Dado que en la vida de fe quien no avanza, retrocede, hemos de vencer la tentación de la tibieza, o de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos han dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss),
Esta Cuaresma nos ofrece cada día ese momento favorable de gracia que nos invita a entregarnos a Jesús, a tener confianza en Él, a permanecer en Él, a compartir su estilo de vida, a aprender de Él el amor verdadero, a seguirle en el cumplimiento diario de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida cristiana. Contemplemos, pues, el misterio de la cruz que nos hace semejantes a Él en su muerte (cf. Flp 3, 10) para vivir una conversión profunda y dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo. Renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario, esperando gozar la alegría pascual.
No hay comentarios:
Publicar un comentario