Ha fallecido el padre Jesús María Alcedo Ternero, un sacerdote gaditano que, prudente, paciente y discreto, poseía la habilidad de envolver en modestas apariencias y en formas sencillas los mensajes fundamentales de su fe cristiana y la grandeza íntima de su ministerio sacerdotal. Hombre profundamente piadoso se esmeró en trasmitir con sus actitudes y con sus comportamientos -más que con sus palabras- su honda convicción de que la oración sencilla y la disciplina constante constituyen las exigencias ineludibles para alcanzar un crecimiento realmente humanizador. Durante los sesenta años en los que, sucesivamente, ha desarrollado su servicio sacerdotal las parroquia de Alcalá de los Gazules, de Facinas, Vejer de la Frontera, Chiclana, Valdelagrana y San Fernando, como canónigo en la Iglesia Catedral, como Director Espiritual de los Colegios Grazalema y Guadalete, y como capellán en la iglesia de San Juan de Dios, nos ha explicado el valor sobrenatural de las cosas corrientes y el sentido trascendente de los episodios ordinarios.
Recuerdo cómo, sin necesidad de recurrir a complicados lenguajes técnicos, el padre Jesús Alcedo nos insistía en que, para interpretar de manera adecuada el significado de los sucesos cotidianos, era necesario que cerráramos los ojos de la cara y que escucháramos con atención, en el interior de nuestras conciencias, los mensajes que se encierran en la vida práctica. Ésa era la clave que él utilizaba para, al mismo tiempo que nos ofrecía su amistad y participaba de nuestras preocupaciones, evitar en todo momento que “perdiéramos los estribos”. Empleando nuestras mismas expresiones populares, él nos ilustraba sobre la grandeza de la pequeñez y sobre la riqueza la sobriedad: su testimonio ha constituido una prueba contundente de que la sencillez nos eleva sobre la mediocridad y de que las pequeñas cosas nos descubren el secreto de lo que somos en lo más oculto de nosotros mismos.
El padre Jesús Alcedo nos ha guiado por esos caminos -escasamente transitados- que nos descubren el fundamento de la dignidad del ser humano y las exigencias del verdadero progreso; con su testimonio sencillo nos ha marcado el itinerario que hemos de seguir en la búsqueda de la verdad elemental de las experiencias más hondas. Quienes hemos tenido la suerte de conocerlo de cerca sabemos que poseía el buen gusto entendido como una actitud respetuosa ante los problemas humanos, sí, esos que tenemos planteados “la mayoría de las personas normales”. Ha sabido vivir y morir con dignidad, con fidelidad, con nobleza y con discreción. Es en la oración -como me confesó hace unos años- donde él llegó a la conclusión paradójica del valor comunicativo del silencio y, sobre todo, al reconocimiento de la importancia y de la eficacia de la escucha atenta. Éstas son, en mi opinión, las enseñanzas de una vida orientada hacia unas metas que tienen mucho que ver con el bienestar, sí, con la felicidad a pesar de las dificultades, de los problemas y de las enfermedades. Con sus elocuentes silencios, con sus actitudes serenas y con sus comportamientos serviciales, Jesús nos ha empujado para que sigamos caminando. En estos momentos dolorosos, me siento obligado a referirme a su hermana María del Rosario, esa mujer buena que, con la imperturbable serenidad de quien se orienta por las sendas evangélicas, es capaz de VIVIR las tareas “sagradas” de acompañar, de cuidar y de servir, encontrando las fórmulas justas para, con remansada delicadeza, resolver los sucesivos y los arduos problemas que cada día le planteaba. A sus hermanos Antonio María y José María les expreso mi profundo pesar.
Que descanse en paz.
José Antonio Hernández Guerrero
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