La conversión de San Pablo es uno de los mayores acontecimientos del siglo apostólico. Así lo proclama la Iglesia al dedicar un día del ciclo litúrgico a la conmemoración de tan singular efeméride. «Era, se ha escrito, la muerte repentina, trágica, del judío, y el nacimiento esplendoroso, fulgurante, del cristiano y del apóstol». San Jerónimo lo comentaba así: «El mundo no verá jamás otro hombre de la talla de San Pablo».
Mientras Saulo iba a Damasco en persecución de los discípulos de Jesús, una voz le envolvió, cayó en tierra y oyó la voz de Jesús: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Saulo preguntó: «¿Quién eres tú, Señor?». Jesús le respondió: «Yo soy Jesús a quien tú persigues. ¿Y qué debo hacer, Señor?».
Pocas veces un diálogo tan breve ha transformado tanto la vida de una persona. Cuando Saulo se levantó estaba ciego, pero en su alma brillaba ya la luz de Cristo. «El vaso de ignominia se había convertido en vaso de elección», el perseguidor en apóstol, el Apóstol por antonomasia.
La caída del caballo representa para Pablo un auténtico punto sin retorno. «Todo lo que para mí era ganancia, lo tengo por pérdida comparado con Cristo. Todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo. Sólo una cosa me interesa: olvidando lo que queda atrás y lanzándome a lo que está delante, corro hacia la meta, hacia el galardón de Dios, en Cristo Jesús». Pablo es llamado «el Primero después del único».
Normalmente los llamamientos del Señor son mucho más sencillos, menos espectaculares. No suelen llegar en medio del huracán y la tormenta, sino sostenidos por la suave brisa, por el aura tenue de los acontecimientos ordinarios de la vida. Todos tenemos nuestro camino de Damasco. A cada uno nos acecha el Señor en el recodo más inesperado del camino.
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