El tiempo litúrgico que vivimos nos pide reconciliarnos con Dios y con todos nuestros hermanos. La Cuaresma tiene la enorme riqueza espiritual que brota del corazón, tras recibir la misericordia de Dios, que nos invita a pedir perdón con humildad, a El y a los hermanos, del mal que hayamos hecho, para saborear entre nosotros la dulzura de un amor reconfortante y reparador, para estar más dispuestos a compartirlo con el prójimo.
Cuando no vivimos como hijos de Dios solemos tener comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas–y también hacia nosotros mismos-. Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites de nuestra condición humana, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea, a quienes no tienen a Dios como punto de referencia en sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2, 1-11).
El poder del perdón de Dios nos proporciona gran paz en el corazón. Cuando uno ha recibido la misericordia de Dios y al mismo tiempo la ha dado a otros —a sus hermanos— , vive este momento como una gracia extraordinaria, un milagro permanente de ternura divina, en el que una vez más la Reconciliación de Dios, hermana del Bautismo, nos conmueve, nos lava con lágrimas, nos regenera, nos restaura a nuestra belleza original.
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