LLAMA la atención de muchos actualmente, el auge que viene obteniendo la espiritualidad religiosa vinculada al catolicismo. Hemos visto saltar a los medios, entre muchos otros, fenómenos como el del grupo musical Hakuna, el éxito de público en pleno centro de Madrid de la Fiesta de la Resurrección, las intervenciones de varios personajes mediáticos declarando abiertamente su fe o dejándose bendecir por un sacerdote. Éxitos de películas como Los domingos o la dedicada al Sagrado Corazón de Jesús en Francia, cuyo éxito ha dado lugar a la intervención de las autoridades de uno de los países más laicistas de Europa. ¿Y qué decir de los buenos resultados obtenidos por la cantante Rosalía en su último disco, el crecimiento de la asistencia de los jóvenes a las Jornadas Mundiales de la Juventud, la concurrencia a peregrinaciones como la de Chartres o Covadonga o a las misas en latín?
Evidentemente, todo ello ha causado sorpresa por lo inesperado, una vez que se ha dado en considerar que lo de la religión y la Iglesia estaba bajo mínimos y que la huída de la gente hacia ámbitos más secularizados o el abandono de la fe era un proceso ya imparable e irreversible.
No quiero pecar de incauto al pensar que tales fenómenos tengan una sola explicación, ni que signifiquen una mayor profundización en la fe y en sus implicaciones personales, aunque todo parece apuntar a un regreso tino, no sé si consolidable, a las fuentes de la cultura occidental, a su propia identidad, incluso cuando no se tiene fe. Tal vez se trate de una reacción frente a una cultura líquida como la nuestra, sin más horizontes y promesa que los del progreso material –puesto hoy en duda– y de un bienestar mayor, sin ningún sentido trascendente.
Es como si el espíritu humano necesitara de otro alimento más sólido y pleno. O hubiera la sensación de estar entrando en los últimos tiempos de la historia humana, hoy amenazada desde tantas instancias. Pero también parece ser una respuesta a los avances del islamismo en Europa (lean Vds. si no a Éric Zemmour en su último libro) y a la amenaza que se siente de que llegue en un tiempo no demasiado largo a imponerse sobre los valores propios y nuestras formas occidentales de vida.
Paradójicamente esta vivificación de lo religioso cristiano no llega precisamente en el mejor momento de las iglesias cristianas: los anglicanos y las otras comunidades protestantes clásicas están divididas en su interior. Toda la asimilación llevada a cabo por ellas de los criterios modernistas o progres ha provocado la huída de muchos fieles, y sus seguidores no han hecho sino menguar su número en las últimas décadas. Por su parte, la Iglesia Católica experimenta la tentación de seguir sus pasos, tanto por la fuerte presión de dentro como desde fuera, incitándole a asimilar planteamientos temporales llamados a desaparecer cuando toquen definitivamente fondo. Es como si la Iglesia hubiese perdido la valentía y la confianza en su propio mensaje, bien afianzado en la tradición de la Iglesia y en la naturaleza del hombre, justo cuando más necesario es mostrar coherencia y claridad frente al mundo, en especial los más jóvenes, y no afanarse por reescribir su identidad.
Con un futuro tan incierto ante nosotros resulta difícil conocer la evolución que seguirá nuestro mundo en los años aún por venir. La sensación de civilización en crisis profunda no deja de ganar terreno, aunque todavía sean muchos los optimistas que piensan en un futuro mejor que el presente con la ayuda tecnológica o en que el fiel de la balanza histórica regresará obligadamente al punto de equilibrio. El futuro, como tantas veces se dice, está todavía por escribir, pero hay que preparar el camino para que no sea una mera copia, aún más dramática, de lo que ya experimentamos hoy.

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