No es casual que en el castellano antiguo, hogar y cocina fuesen sinónimos. La mesa –ese altar cotidiano donde se cruzan miradas, se comparten historias y se transmite la vida– ha sido durante siglos el corazón palpitante de la familia. Y España ha dado al mundo un nombre propio para ese espacio en el que la comida se digiere mejor, porque lo nutritivo son los lazos que se construyen en torno a ella: la sobremesa. Un tiempo suspendido, ajeno al reloj, en el que tanto los comentarios como los silencios saben a complicidad, y las palabras tejen pertenencia.
Hoy, sin embargo, ese reloj se ha roto en demasiados hogares. La cultura de la prisa, los horarios fragmentados, la omnipresencia de pantallas y la crisis de sentido han desplazado las comidas familiares al terreno de lo ocasional. Ya no cocinamos juntos ni conversamos con lentitud. Se come de pie, se cena viendo una serie o se pica algo sin mirar a nadie. Y sin darnos cuenta, en ese proceso hemos perdido algo más que un hábito: hemos extraviado una de las columnas invisibles que sostenía nuestra salud emocional y nuestra vida en común. La mesa como protección
Puede parecer una exageración, pero las investigaciones más recientes lo conrman: comer juntos no es solo una costumbre entrañable, es una herramienta con la capacidad de prevenir enfermedades mentales –ese gran mal de nuestros días–, proteger la infancia y reconstruir el maltratado tejido familiar. Un estudio de la Universidad de Oxford demuestra que quienes comen en compañía con frecuencia se sienten más felices, conectados y satisfechos con su vida. El dato, lejos de ser trivial, apunta a una de las raíces del malestar contemporáneo: el aislamiento afectivo y la soledad encubierta, incluso dentro de la familia.
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