Cuando mi buen amigo Pablo Durio me pidió, en este fin de semana, que escribiera algo sobre el tema que tanto nos ha dolido en estos días: el de la acusación hacia don Rafael, obispo de la diócesis, por un comportamiento deshonesto en su época de rector del seminario de Getafe, pensé desistir. Ya había escrito una cosa, salida de mi corazón, casi sin pensar, que envié a unas cuantas personas, pensando que se mantendría su tono íntimo. Al día siguiente aparecía, de forma interesadamente incompleta, en una publicación digital.
Pero, al riesgo de ser malinterpretado, como ocurrirá seguro, entre otras cosas porque en este caso don Rafael ya ha sido juzgado y condenado, he considerado que no tenía más camino que hacer una reflexión personal, nada vinculante con la Iglesia (no hablo ahora como Director de Estudios del Seminario), para poder decir a mi familia -que es lo más importante de mi vida- que soy una persona que no deja desamparado a sus amigos cuando estos han caído en desgracia.
Conozco a don Rafael desde que llegó. Por tanto, directamente, no puedo afirmar nada ni en favor ni en contra. Como ya dije en esa reseña que envié por Whassap a unos amigos, me someto al juicio de la Iglesia, que es madre y maestra. No tengo nada que decir en contrario sobre la perennidad de este tipo de delitos en la Iglesia. He rezado, y rezo mucho, porque este mal que nos rodea -el de la corrupción a los menores- desaparezca. Simplemente, pensaba entonces y sigo pensando ahora, que era un poco tarde para denunciar estos hechos, a una persona que ya prácticamente había acabado su carrera eclesiástica. Si los hechos son verdaderos, habría sido muy oportuno decirlo antes, como se ha dicho en tantas otras ocasiones desde principio del siglo XX hasta hoy. No puedo dejar de pensar que se ha elegido este momento, justamente porque ya no hay posibilidad de una investigación civil que habría mostrado la inconsistencia de las acusaciones.
He indicado antes que no puedo decir nada directamente, pero sí muchas cosas indirectamente, pues he tenido la oportunidad de trabajar de forma bastante cercana con don Rafael. En cuanto llegó, pude conocerle porque ayudaba en el seminario, e inmediatamente me pidió mi juicio sobre la situación del centro. Yo le indiqué por escrito que las cosas estaban muy bien, pero que se podía mejorar en algunos aspectos para hacer crecer la formación sacerdotal en el sentido universitario. No suponía desdecir nada de las personas que habían llevado hasta ese momento la organización del seminario, en concreto del entonces director de estudios, el padre Agustín, con el que conserve una íntima amistad hasta que falleció.
Para mi sorpresa, don Rafael me propuso ser director de estudios del seminario, algo que solo podía hacer (y así lo he hecho) sin nombramiento oficial, por qué no podía tenerlo, puesto que era catedrático de instituto y tenía plena dedicación a esa tarea. Me resistí lo que pude, puse algunas condiciones -entre otras de cierta independencia- y se me aceptaron todas. Para él, suponía un reto importante, ya que implicaba nombrar -por primera vez- a un laico para un cargo de este tipo. En estos casi doce años, hemos recibido dos aprobaciones quinquenales de la Santa Sede, todos los alumnos que hemos presentado a la prueba de síntesis con la que concluye los estudios eclesiásticos han aprobado con buenas calificaciones y hemos desarrollado una labor formativa alrededor del seminario de la que se han beneficiado miles de personas en nuestra diócesis.
¿Qué puedo decir de don Rafael? No tengo duda de que ha sido un buen obispo, preocupado por las personas, interesado por sus sacerdotes. Me escribió el día de mi santo de este año, no solo para felicitarme, sino para decirme que se habían reunido con él setenta sacerdotes de la diócesis. Esa idea de una separación del clero de la diócesis, al menos en los sacerdotes jóvenes, es bastante infundada. Cada uno tiene derecho a tener su opinión, pero sé lo mal que lo están pasando los seminaristas que tenían el obispo -lógicamente- por un padre.
He visto en él un hombre de fe, que ha intentado entender nuestra manera de ser, con la que en muchos sentidos se ha identificado. Vino a resolver un problema grave en la diócesis: la situación deficitaria. Hoy esa situación no existe. Es cierto que para ello tuvieron que tomarse medidas que no eran fáciles de explicar desde un buenismo malentendido, pero sin esas medidas, hoy no tendríamos abiertos, tanto desde el punto de vista formativo, como desde el punto de vista pastoral y social, tantas iniciativas en la diócesis. Me ha parecido un hombre de oración con gran visión sobrenatural, muy delicado en cuanto a las cuestiones de las que hoy se le acusa, pues ha viajado frecuentemente con los jóvenes de la diócesis, sin que yo haya oído el menor comentario negativo. Un hombre de Dios que ha llevado en silencio (casi nadie lo sabía) no solo esta acusación, sino también la grave enfermedad que padece.
Es indudable que siempre tenemos que estar con las víctimas, y que el maltrato físico y sexual es una lacra que tiene que desaparecer de nuestra sociedad (en primer lugar, de ella) y también de la Iglesia, pero no sé quién es -en este caso- la víctima. Si atiendo a lo que ha dicho Carlos Ruiz, sacerdote de la diócesis de Madrid, durante un tiempo secretario de don Rafael aquí en Cádiz, que le conocía ya de esos años, don Rafael no tiene ningún comportamiento que censurarse.
Me da pena que no pueda despedirse de la diócesis después de tantos años de servicio, que todo quede en un silencio culpable. Para mí, su grato recuerdo no puede ser eso.










